Josep Santilari, Fruites, llesques de pa i xocolata, 2012, lápis sobre cartón Shoeller, 35 x 51 cm.
En la rica tradición pictórica española, el bodegón está muy bien representado. Tenemos las obras maestras de Juan van der Hamen, Juan Sánchez Cotán, Antonio Ponce, Tomás Yepes, Alejandro de Loarte, Juan Fernández el Labrador o Juan de Espinosa, entre tantos otros pintores redescubiertos en nuestros tiempos. También asoman los bodegones en otros artistas, como fragmentos integrados en narraciones. Por poner solo dos ejemplos paradigmáticos, citemos a Velázquez —en La fragua de Vulcano, su jarra de loza blanca, con la sombra recortada en la repisa de la chimenea, es un fragmento sublime del género— y José de Ribera el Españoleto: soberbio es el bodegón, sobrio y vigoroso, de su Isaac y Jacob. En cambio, Zurbarán es el único de los grandes que encuentra en el bodegón un género místico y lo ataca tal cual, sin fragmentos.
Nunca he entendido por qué al bodegón en nuestro país se le llama también naturaleza muerta, pues es todo lo contrario: una celebración de la vida a través de lo más suculento que hay en la materia prima de nuestra cocina y en los utensilios cotidianos. Existe cierta liturgia en la disposición de los objetos sobre la mesa, como el pan y el vino preparados en el altar para su consagración. Ya en el siglo XVIII, Luis Egidio Meléndez es quien mejor simboliza ese acercamiento espiritual en la manera precisa, casi quirúrgica, de tratar los elementos que su mujer disponía ante el caballete, recién traídos del mercado de la esquina. Curiosamente, si observamos esa secuencia de imágenes de bodegones españoles nos damos cuenta de que sus artistas acabaron siendo especialistas en la materia.
Los hermanos Santilari no solo beben de estas fuentes, van más allá y acaban entablando un diálogo con ellas a través del tiempo. Aunque las composiciones son clásicas —las piezas del mercado puestas sobre la repisa con el mismo amor con que la mujer de Meléndez preparaba las composiciones para que su marido las pintase—, en los dibujos de los hermanos Santilari reconocemos nuestro tiempo, porque en cada uno de ellos hay algo que habla de nuestros días, objetos comunes: los envases en los que en cualquier mercado del mundo te venden una ensalada de frutas, los vasos de plástico donde te sirven un zumo con sus cañas, bandejas de aluminio, detalles de un mundo cercano y actual.
Buscan primero el tema, que surge por azar: ante el escaparate de una panadería donde se expone un apetitoso panettone, o mirando la cesta de la fruta en casa de su madre. Un tema lleva a otro, de la misma manera que un dibujo se encadena con el siguiente. Y para que sea equilibrado, se sirven de las antiguas leyes áureas de la composición. Nada es arbitrario, todo está pensado matemáticamente, como actúa el ingeniero que se empeña en levantar un puente. Los puentes que los hermanos Santilari elevan con sus lápices son menos monumentales pero igual de ambiciosos que los que cruzan nuestros ríos. Hay en ellos una búsqueda obsesiva para captar el modelo, centrado esencialmente en el bodegón. ¿Por qué cultivan más la naturaleza muerta que la figura o el paisaje, temas a los que han dedicado proporcionalmente muchas menos obras sobre papel? Quizás porque en el bodegón se concentran mejor la quietud y el silencio de los objetos. Un mundo litúrgico y poético que arranca con la canastilla de Caravaggio y su fondo ocre de paredes romanas y avanza por la tradición majestuosa del bodegón español del Siglo de Oro, para encontrar el cenit en las composiciones descriptivas de Luis E. Meléndez, ya en el xviii, y acabar en los panes táctiles de Salvador Dalí.
Josep Santilari, Panettone i vanitas, 2015, óleo sobre lienzo, 27 x 27 cm
Pere Santilari, Bodegó, 2015, lápis sobre cartón Shoeller, 20,5 x 24,5 cm
Edward Lucie-Smith, en un catálogo sobre los artistas que publicamos hace unos años, escribía:
“Los bodegones están plagados de indicios evidentes de que en modo alguno son pastiches del arte antiguo. El queso, por ejemplo, suele estar envuelto en plástico transparente, como el que compramos en el supermercado. La fruta se amontona en bandejas de papel de aluminio. La voluptuosidad de la fruta se reproduce con un talento extraordinario, el mismo que nos transmiten el brillo del plástico y el relumbre del aluminio, todo lo cual pretende demostrar el carácter «contemporáneo» del tema. Lo cotidiano se merece un respeto; la vida y los placeres corrientes son hoy tan sagrados como en tiempos de Zurbarán y Juan Sánchez Cotán.
Pere Santilari, Bodegó, 2015, lápis sobre cartón Shoeller, 22,5 x 25 cm.