La promesa del verano
Día veraniego en Londres. Temperatura perfecta. A las 8.30 estamos delante de la National Gallery para atender un desayuno para los participantes de la London Art Week. Visitar un museo sin gente es siempre un placer y más en tiempos de masificación. En el pórtico que he atravesado tantas veces han preparado un desayuno frugal y una pequeña palestra con un micro. Llega el director, Gabriele Finaldi, que conozco de su época madrileña como subdirector del Prado, y nos cuenta sus proyectos. Después, un breve discurso (se agradece la economía de la palabra tan británica en contraste con la verborrea española) en que hace hincapié en la necesidad de tender puentes entre los museos y el mercado, algo que hubiese sido muy difícil de escuchar en nuestro país. Pasa la palabra al conservador del diecinueve que no tiene el don de la palabra de Finaldi pero nos explica la nueva disposición de las galerías. Y las visitamos tranquilamente con poca gente alrededor. Me doy cuenta que se podrían relacionar los cuadros en una suerte de exposición que podríamos titular “La promesa del verano” que encabeza está crónica. Hay un cuadro de Sargent que es el resumen perfecto: dos copas de vino tinto en primer plano y al fondo una mesa preparada para una comida veraniega en el campo.
También Monet nos lleva a la playa con sus mujeres vestidas vigilando a los niños como se bañan en las frías aguas normandas. Y la apoteosis del género es el cuadro de Seurat de los bañistas en Asnières, una localidad industrial cerca de París, que tiene algo de Piero della Francesca, el mismo color de la porcelana y la cadencia matemática de las figuras. También hay algo de la monumentalidad silenciosa del arte egipcio.
Me fascina el nuevo préstamo de un Van Gogh con dos cangrejos que me hace olvidar los icónicos girasoles y la silla que están ambos lados.Me recuerdan a la limule que compré en París y da la bienvenida en mi studiolo y siento la misma atracción que debió sentir Van Gogh o Ridley Scott por estas criaturas de piel de armadura, alliens, que parece que vengan del túnel de los tiempos, de los inicios de la creación, antes que Dios acabase de completar esta abstracción maravillosa que llamamos mundo.
Salgo de la National Gallery lleno, satisfecho, contento. La pintura tiene un efecto espiritual como la misa para el creyente. Sé que me esperan ocho horas en el subterráneo de la biblioteca donde podría escribir mis memorias como hizo Fiódor Dostoievski; las memorias del subsuelo, las memorias de un vendedor de dibujos en el Londres de la posverdad y la no memoria.
Continuará…