[fusion_text]Josep Santilari y Pere Santilari fueron antes dibujantes que pintores. Las raíces de su arte están en el dibujo, parafraseando a Miguel Ángel. Al contemplar sus obras sobre papel, pulcras como metáforas perfectas de realidades cotidianas, siempre siento la tentación de adentrarme en su origen, para poder conocer su esencia. Y la única manera de comprender sus dibujos es conocer el lugar donde se gestan.
Cuando visité el taller de los hermanos Santilari, me imaginaba que dibujaban sentados, concentrados en el escritorio como el San Jerónimo de Durero. Sin embargo, descubrí que dibujan de pie ante un caballete, frente a fotografías en color de los modelos que compusieron con flores o frutas, y que es imposible que pinten del natural: cada dibujo implica unas doscientas horas de trabajo, y no hay flor ni fruta que dure tanto. ¿Por qué las fotografías son en color, pudiendo ser en blanco y negro? Porque la fotografía en blanco y negro sería un simulacro de sus dibujos, algo que para ellos no es. Porque la fotografía no deja de ser tan real como la realidad, una herramienta más para llegar a comprenderla, nunca una finalidad.
Muchos pintores realistas mienten al decir que no trabajan a partir de fotografías. Creen que si lo revelan su obra parecerá menos sólida. Los Santilari son conscientes de que su manera de trabajar, meticulosa hasta la obsesión, no admite posados eternos, y no se justifican. Desde el inicio de la fotografía, los pintores, de una u otra manera, se han valido de ella como una herramienta más. ¿Acaso Degas no la utilizaba en sus encuadres cortados, tan fotográficos? Si lo hacía Degas, ¿por qué no pueden hacerlo los Santilari? O mejor, ¿qué hay de malo en valerse de la técnica para conseguir el objetivo perseguido? A menudo, he hecho la prueba de confrontar un dibujo de Josep o de Pere Santilari con su reproducción fotográfica, y el resultado ha sido siempre observar que se trata de valores plásticos muy diferentes.
Una vez tienen el tema delimitado y las fotos delante, despliegan una batería de lápices Faber Castell de color verde aceituna, que combinan números y letras según la intensidad. Pere me expone una bella analogía entre el dibujo y la música: «de la misma manera que el pianista se vale de teclas para componer una melodía, nosotros tenemos los lápices». Las diversas maneras de usarlos, en sus infinitas posibilidades, hacen que la melodía suene diferente. Nos detenemos ante uno de los dibujos y, con lupa, observamos que cuando la línea es fina, ligera o delicada se sugiere la luz, mientras que cuando es intensa, corpórea o gruesa se adivina la sombra. Josep define el dibujo como el resultado de la relación entre la diversidad de grafías en una superficie neutra. Pere puntualiza: «es la combinación entre las líneas, para acabar construyendo un equilibrio entre los volúmenes y las luces». El secreto está en saber manejar bien un código que viene de muy lejos. Un lenguaje que arranca de las cuevas prehistóricas, hace 30.000 años, cuando un individuo decidió trazar con una línea sobre el muro el mundo que le atenazaba. Ese código se va ordenando con los dibujos subyacentes que encontramos en las gastadas tablas góticas, hasta que acaba de estructurarse y se hace sublime en el Renacimiento. No ha habido mejores dibujantes en la historia del arte que Rafael, Miguel Ángel, Durero y Leonardo.
Para ilustrar esta lección sobre el arte de dibujar, los hermanos Santilari se apoyan en un manual sobre el dibujo, un libro que se nota usado por el paso del tiempo. Me muestran algunos ejemplos de maestros antiguos que admiramos, y me doy cuenta de que muchas de sus incorporaciones vienen de un estudio detenido del hecho de dibujar. Por ejemplo, el uso en sus bodegones del fondo negro no solo aparece como un recurso mimético de la pintura de naturalezas muertas del Siglo de Oro español, sino que procede de los grabados de maestros como Rembrandt o Goya, de sus aguatintas, que ayudan a realzar los primeros planos ayudándose del blanco del papel. Este es el punto de llegada. O un cierto sfumato en los objetos de primer plano que utilizan en los últimos trabajos, procedente de una observación fina de la pintura antigua, especialmente de Velázquez, el primero en entender que se debía pintar como se miraba.
He tenido el gusto de exponer los dibujos de los Santilari por el mundo, desde Barcelona a Nueva York, pasando por Madrid, Maastricht y París. Y siempre me ha maravillado la reacción del visitante ante ellos. Primero, muestran sorpresa, porque piensan que están delante de una fotografía. Después, incredulidad: no entienden cómo son capaces de conseguir una calidad tan primorosa. Una calidad que es el fruto del oficio del dibujante y de la búsqueda de un ideal de belleza que se perpetua en las ramas de flores protagonistas de unas de sus últimas creaciones. Titulados El Gran artista III (de Pere Santilari) y El artista (de Josep Santilari) – recreados en ambos dibujos por sus herramientas de trabajo – estas obras cristalizan la poética de lo bello que contrasta con el flujo del tiempo cuyo símbolo es el reloj de bolsillo que nos describe Pere Santilari.
Observando atentamente los dibujos de los hermanos, disfrutaremos al contemplar maravillas que juegan al simulacro de la realidad. Sucede como en aquel episodio que cita Plinio el Viejo en su Historia natural, cuando los pintores Zeuxis y Parrasio se disputaban la maestría en crear trampantojos de naturalezas muertas. Y con sus obras conseguían engañar tanto a los pájaros, que volaban para picotear unas uvas que no existían más que en el fresco, como a los hombres, que quedaban extasiados ante tal proeza gráfica, con los mismos ojos con que los visitantes se rinden hoy a los dibujos de los Santilari. Y quizás lo hacen atraídos por «las comunes cosas», como dejó escrito Jorge Luis Borges en los últimos versos de su poema dedicado a Góngora: «quiero volver a las comunes cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas…». Ahí están, solo hace falta mirar los dibujos que tenemos delante.
Pere Santilari, El Gran Artista, 2017, lápiz sobre cartón Shoeller, 28 x 31,5 cm
Josep Santilari, El Artista, 2017, lápiz sobre cartón Shoeller, 28 x 31 cm
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