Desde tiempos remotos, el arte se activa a través de la atracción que la obra suscita en el espectador como un imán. Es lo que el profesor Jaime Barrachina tan bien denomina el mecanismo de la perplejidad, es decir, la capacidad que tiene una obra para desencadenar un sentimiento de extrañeza que nuestro cerebro no puede ubicar en ningún cajón. A través de este mecanismo se genera la admiración por lo singular y el anhelo de posesión. Desde los coleccionistas de reliquias de la Edad Media hasta los viajeros del Grand Tour, pasando por los creadores de cámaras de curiosidades del Renacimiento, que son el embrión de los museos, el coleccionismo no ha dejado de moverse dentro de este paradigma. Es más, algunos hombres perdieron todo llevados por este mecanismo. Todo lo que ganaba Rembrandt con sus cuadros se lo gastaba en sus caprichos exóticos, desde un armadillo disecado a la última concha de tortuga llegada desde el Pacifico a Amsterdam. Sin embargo, cuando hoy recorro las ferias de arte contemporáneo y en cada stand me asaltan tenderos vestidos de existencialistas y me sueltan peroratas para explicarme las últimas creaciones de un artista chino pienso que el mecanismo de la perplejidad ha sido substituido por la retorica de lo irrelevante. El arte no necesita tantos conceptos crípticos, tantas palabras vacías como bien lo describió Tom Wolfe en su brillante ensayo La palabra pintada, escrito hace cuarenta años pero que no ha perdido ni un ápice de actualidad. A veces me cuesta menos descifrar la inscripción de la piedra roseta que los textos introductorios a las exposiciones con tesis de sesudos comisarios. La tendencia modernísima de complicar las cosas en la niebla de la palabrería ha hecho mucho daño en la percepción del arte. Muchos piensa que todo este despliegue intelectual es demasiado elevado para ellos, que no llegan y se alejan del arte porqué se les hace oscuro, ininteligible, un territorio exclusivo para especialistas. Deberíamos recuperar el mecanismo de la perplejidad y la capacidad de explicarlo de manera sencilla y eficaz como hacían los primeros críticos. Cuando estas delante del Moises de Miguel Ángel no necesitas demasiadas palabras que te ayuden a valorarlo porqué la perplejidad se despliega en todo su esplendor. Si cuando llegas a casa lees a Vasari te ayuda a comprender al personaje y conocer el trasfondo de la obra. Mirar y después leer, siempre. El gran error es haber cambiado los términos porqué si lees y luego miras, no ves con la mirada limpia, sin prejuicios, y estás condicionado por un muro intelectual que se impone al instinto de la mirada. Los visitantes de los museos pasan más tiempo mirando las cartelas que los cuadros: aquí está, en parte, la raíz del problema y la causa de la evaporación del mecanismo de la perplejidad y la curiosidad como ejes de la cultura visual, humanística.