29/02/2024 | Ars Magazine
En su último libro Aún aprendo. Quince episodios sobre dibujo, el historiador y anticuario Artur Ramon nos guía con trazo firme a través de una historia muy personal del dibujo, desde la cueva de Altamira a Miquel Barceló.
TEXTO: Alberto Velasco
Conozco desde hace años a Artur Ramon, pero lo descubrí como escritor en 2012 cuando publicó una obra deliciosa que forma parte de mi horizonte de lecturas privativo, Nada es bello sin el azar. Háganme caso y léanlo, porque disfrutarán.
Aquella experiencia literaria le sirvió al autor para inaugurar una línea de libros estructurados a partir de relatos cortos e intensos que, ahora, remacha con una nueva obra dedicada al dibujo, que es su especialidad. Es de aquellos trabajos que devoras en un santiamén, con avidez, dudando si iniciar el siguiente capítulo porque tu familia te espera para comer, o porque se ha hecho demasiado tarde y debes madrugar para ir a coger el tren.
El libro va al origen de todo, de la vida, y lo hace iniciando el recorrido por el arte de nuestros ancestros prehistóricos que dibujaban en las cuevas, para llegar y finalizar en la modernidad más reciente. Es importante el punto de partida argumental, el de la hoja en blanco y el lápiz en la mano, ya que era el principio de la mayoría de procesos creativos. Lo afirmo en pasado porque vivimos en una época donde ya casi todo es digital y la inteligencia artificial se abre paso a codazos. Una etapa donde todo está en la nube –nosotros también– y un tiempo en el que el papel y la mano ya no se alían tanto como antes.
Por ello, es necesario frenar y pararse; revisar el pasado y ver hacia dónde nos dirigimos. Esa es, creo, la tesis que amaga el libro (ya me perdonará el autor si erro el tiro). “El edificio de un mundo antiguo se derrumba, mientras que no sabemos aún cómo será el nuevo”, en palabras del propio Ramon.
Una obra como la suya no puede escribirse sin unos vastos y variados conocimientos humanísticos, de los que el autor hace gala en el fluir de las páginas. Ello le permite hilvanar una trama de ideas relacionadas o contrapuestas que se urde con hilatura de afinidades estéticas y conceptuales, como cuando conecta el ancora imparo de Ribera con el aún aprendo de Goya y los vincula a la filosofía de Platón y Plutarco. Otra de las misiones del volumen es adentrarnos en los entresijos de la materialización del dibujo, esto es, en el cómo se hizo, que no siempre es sencillo de ver sin una base previa de conocimientos y que requiere, como en este caso, que un intermediario nos coja de la mano.
Hay que saber hacerlo, y Ramon lo borda cuando explica cómo se llega de la idea al trazo y cómo es ese calambrazo que va del cerebro a la mano, pasa por el lápiz y se plasma sobre el papel. El don, la libertad, el ánimo, la pericia, el sacrificio, la memoria, la espontaneidad e, incluso, el azar, también juegan.
Es un maestro en extraer buen jugo de las pequeñas historias y, a partir de ellas, articular relatos que te absorben. Porque sabe ver, y eso no es sencillo. Un viaje acompañando a José Milicua para ver unos dibujos de Leonardo da Vinci y Durero, una razia en el mercado de los Encantes de Barcelona para comprar un esbozo de Rodin, o una visita a una anodina feria de antigüedades en un rincón de Francia pueden desencadenar un relato que te mantiene en vilo.
No faltan las aventuras –y desventuras– de todo buen anticuario a la caza de la presa, ni las experiencias del connoisseur en la atribución de obras, como la de Julian Stock y un dibujo de Miguel Ángel. Pero lo que mejor explota el autor es aquello de mirar detrás de los dibujos, las historias que esconden sus autores, antiguos propietarios o las personas representadas en ellos. Ahí la meticulosidad y la erudición del narrador aparece constantemente, pues se fija en detalles o informaciones que normalmente pasan desapercibidos, y eso es un gran mérito. Lo mismo puede decirse del grado de sutileza del análisis de las obras, descubriéndonos detalles que solamente un iniciado puede ver después de mirar. Porque ver no es lo mismo que mirar.
Creo que en el libro el historiador del arte se acaba imponiendo al anticuario, aunque en el autor es difícil distinguir dónde empieza uno y acaba el otro, cosa que me parece una virtud desde el punto de vista de la narración. Gracias a ello, podemos entender mejor la historia del dibujo de Miguel Ángel que se conservaba en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y que hoy se halla en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. La historia, los expertos y el mercado de otros tiempos, en definitiva.
En resumen, durante todo el trayecto narrativo sobrevuela la idea de la complejidad del dibujo, de su concepción, estudio técnico y apreciación, que deviene una sutil metáfora de que las cosas aparentemente sencillas son, quizá, las más difíciles de aprehender. También suelen aparecer en diferentes capítulos la fragilidad del material, su carácter previo a todo y, especialmente, el hecho de no ser inferior a la pintura, una cuestión que es utilizada por Artur Ramon para reivindicar la importancia del dibujo en este mundo nuestro, líquido y digital, que se nos escurre entre las manos como un pez.
Puede decirse que se trata de un libro circular, y más aún por su final, con un explícito capítulo donde, de la mano del autor y de Miquel Barceló, volvemos a la cueva. Allí donde todo empezó.