EL PAÍS, 08.10.2013
Miquel Barceló (Felanitx, Mallorca, 1956) no hace rehenes. Ni prisioneros. Así entiende desde hace décadas el oficio de pintar. Siempre se ha arriesgado. En cuanto domina una forma de construir imágenes deja de producirlas. Vive en el riesgo continuo. A veces con propuestas más acertadas, otras fallidas. Pero siempre honestas. Ahora vuelve a saltar sin red y lo hace en Nueva York, donde llevaba casi diez años (la última vez fue en 2005, en la desaparecida galería C&M Arts) sin tener una exposición individual.
Esta tarde (8 de octubre) inaugura en la galería neoyorkina Acquavella un trabajo que muestra dos series muy diferentes. Por un lado, unos retratos oscuros y densos que Barceló crea con lejía (mediante un sistema de borrado de la imagen de su propia invención), tiza y carboncillo. En ellos capta a algunos amigos, como el poeta Pere Gimferrer, e incluso a su propia hija, Marcella, de una manera fantasmagórica. Parecen espectros revelados sobre un fondo oscuro, a partir de técnicas que nos remiten a los inicios de la fotografía. Y resulta fácil imaginar al artista, en su estudio de París o de Farratux (Mallorca), sentado a escasos centímetros del modelo para crearlos. Porque Barceló los construye así. Como si invadiera la privacidad del retratado. Sintiendo el aliento.
Esto ocurre en la oscuridad. En la luz muestra una serie de 22 pinturas con mucha carga matérica —aunque gracias al uso del pigmento de titanio dan una sensación de ligereza— desprovistas de imágenes en las que manda, tirano, el blanco. En ellas recrea el efecto del mar y de las olas de Mallorca acumulando capas de materia sobre el lienzo o el lino y dejándolas fluir. Esta serie se encuentra directamente relacionada con la de los desiertos blancos que creó a principios de los años noventa. Aunque también reinterpreta (imagen inferior) sus célebres tauromaquias.
Son dos trabajos difíciles. Tanto para contemplar como para vender. Pero Barceló asume el riesgo. Así que esta es su propuesta para Acquavella. Una galería mítica que acoge a algunos de los artistas más grandes —Pollock, Bacon, Willem de Kooning, Claes Oldenburg, Millares, Miró, Picasso— de los últimos cincuenta años. Un selecto club en el que más pronto que tarde entrará.