En Barcelona, en el último invierno de la Guerra Civil, un pintor joven encuentra por la calle a un desconocido que se ofrece a venderle una pequeña tabla renacentista con un eccehomo. El vendedor va muy mal vestido y se le nota que está pasando mucha necesidad. El pintor consigue el cuadro por 25 pesetas. Lo pintó a finales del siglo XV Antonello da Messina y en pocos años valdrá muchísimo más dinero. En 2006, el hombre joven que compró por nada esa obra maestra, y que la vendió con dolor unos años más tarde para poder casarse con la mujer a la que amaba pasionalmente, es un anciano de 90 años que hace frente al calor insufrible del verano de Roma con el propósito de ver de nuevo en una exposición el cuadro del que se separó hace medio siglo. El encuentro es una despedida. En la maestría de la pintura el hombre confirma su gratitud por haberla poseído y por haber logrado gracias a ella el arranque de una vida en común que ha durado todo ese tiempo.
La historia del arte está hecha de azares, de descubrimientos y desapariciones, de corrientes y conexiones escondidas. En 2004, al poco de ser nombrado director del Instituto Cervantes, el escritor César Antonio Molina ve en uno de los despachos abarrotados y destartalados de la sede de entonces, el palacete de la Trinidad, un cuadro viejo que intuye valioso, al que nadie había prestado atención. En el reverso hay una etiqueta borrosa del siglo XIX que lo atribuye a Zurbarán. Pero un experto de mirada certera, el profesor José Milicua, lo identifica como una obra del gran Georges de La Tour, uno de esos pintores misteriosos que por los cambios del gusto y los vaivenes de la moda se vuelven invisibles durante varios siglos, y emergen entonces con toda su originalidad íntegra.
La Tour o Caravaggio o El Greco no han estado desde siempre sacralizados e inmóviles en las salas de los museos. Después de una gloria casi tan fulgurante y transitoria como una estrella del pop, Caravaggio quedó arrinconado por las nuevas modas fastuosas del Barroco, oscureciéndose y apagándose como tantos de sus cuadros olvidados en capillas sombrías que no visitaba nadie. Hizo falta la gran ruptura moderna iniciada por Édouard Manet para que hubiera miradas que apreciaran otra vez el despojamiento y la intensidad expresiva de Caravaggio, igual que sólo después del Impresionismo y del Simbolismo se apreció a El Greco. Y fue en la crisis de los años treinta cuando Caravaggio y La Tour quedaron inscritos definitivamente en los repertorios oficiales del arte: justo al mismo tiempo que las convulsiones de la economía y de la política forzaban por igual a los artistas y a los escritores a mirar lo real con ojos bien abiertos. Uno de los pintores del realismo americano de entonces, Thomas Hart Benton, era muy aficionado a El Greco, y transmitió su entusiasmo a su discípulo más brillante, Jackson Pollock.
A mí jamás se me habría ocurrido conectar a Pollock con El Greco, pero el vínculo está documentado: alentado por su maestro, el joven Pollock hizo dibujos bajados en ángeles, santos y cielos de El Greco, y es inevitable adivinar en esas líneas agitadas los trazos convulsos y los chorreones de pintura del expresionismo abstracto. Descubro ese vínculo, como tantos otros, en un libro de Artur Ramon, Nada es bello sin el azar, una colección de quince ensayos —“episodios sobre la pintura”, les llama su autor— que transita volublemente entre las épocas históricas, entre la erudición y el ojo clínico, examinando cuadros casi siempre poco conocidos, o bien obras menores de maestros, contando peripecias de sus apariciones y sus desapariciones, aventuras de los que los coleccionaron o los tuvieron y los perdieron o los supieron reconocer con un golpe de vista que tenía tanto de rigor académico como de revelación estética.
A algunos expertos en arte o en literatura rara vez deja de notárseles la ausencia de familiaridad inmediata y material con las obras que estudian. Será en parte porque creen que la investigación excluye el entusiasmo, y también por un prejuicio intelectual que valora lo abstracto por encima de lo concreto, y que en el fondo, y a veces en la superficie, concede mucha menor seriedad a las obras de arte o de literatura que a los discursos teóricos que se elaboran sobre ellas.
También hay algo más triste, una sequedad de espíritu, una falta de amor, y hasta de curiosidad, que se disfrazan de suficiencia. No sé si se podrán estudiar las rocas o las bacterias o las partículas subatómicas sin una disposición entusiasta, sin la convicción de que vale la pena consagrar la vida a ese conocimiento, pero estoy bastante seguro de que si no hay entrega y fervor y voluntad de asombro cualquier aproximación a las artes es perfectamente estéril. Sin amar la literatura y sin disfrutar de ella difícilmente habrá descubrimientos valiosos, y menos todavía transmisión de las obras, esa militancia contagiosa de la que depende su supervivencia en el porvenir. Como en las artes la sensualidad de lo visible y lo tangible es mucho mayor que en la literatura, choca todavía más la aridez de mucho de lo que se dice o se especula sobre ellas.
Artur Ramon es historiador del arte, pero también anticuario y galerista. Estos ensayos aparecieron originariamente en La Vanguardia, y se nota en ellos una vocación franca y cordial de acercar la pintura al lector común, sin banalizarla ni simplificarla, usando la escritura casi como un instrumento óptico, apuntando hacia lo que siendo visible podría no advertirse, con ese afán de compartir lo que se sabe y de contagiar el propio disfrute que es el reverso de la pedantería. El historiador, el crítico, ve las obras estáticas en la pared del museo, cuando no en la lámina de un libro o en una imagen de Internet. El galerista, el anticuario, las observa mucho más de cerca, convive con ellas, está atento a los episodios complicados de su transmisión, puede apreciar lo que el tiempo, las restauraciones toscas, han ido añadiendo a la superficie de un lienzo, las huellas literales de muchas manos por las que pasó. En Nueva York, un restaurador de la Frick Collection le explica a Ramon que ha descubierto la huella de un dedo de Giovanni Bellini en ese cuadro suyo que hay en el museo, un San Francisco de Asís en trance de recibir los estigmas. Bellini, acostumbrado a pintar en témpera, estaba experimentando con la nueva técnica del óleo, recién llegada desde Flandes a Italia. Probablemente no se fiaba de cómo secaría ese material poco conocido, y tocó suavemente la pintura fresca para comprobarlo.
Tantas veces he visitado la Frick, y nunca he prestado verdadera atención a ese cuadro, quizás porque está entre dos tizianos hacia los que la mirada se me va siempre, el retrato de un hombre desconocido con un tocado rojo y el de Pietro Aretino, con su barba y su ropón suntuoso. Ahora tengo un motivo para volver cuanto antes: para ver ese conejo medio escondido y ese jarro de agua en los que se ha fijado Artur Ramon, para preguntarme dónde estará la huella de Giovanni Bellini.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA