Artur Ramon Navarro
LA VANGUARDIA, 16.05.2015
Desde sus orígenes, el cine se ha mirado en el espejo del arte en busca de inspiración. Los films se ha nutrido de las imágenes y sus trasfondos con desiguales resultados. Cinco son los grandes temas que ha abordado: la vida del artista como un héroe romántico, la fascinación por las falsificaciones, los robos como subgénero de acción, el coleccionismo o la metáfora de la posesión y ahora la restitución como recuperación de la memoria.
Entre las películas que se ocupan de las vidas de los artistas destacan tanto las historias como los actores que las han interpretado. Son caramelos para el lucimiento de los intérpretes, y cuanto mejor es el actor, mejor acostumbra a ser el resultado. Destacan tanto la remota Rembrandt (1936), con un magistral Charles Laughton, como El loco del pelo rojo (1956), con el magnífico duelo interpretativo entre Kirk Douglas y Anthony Quinn como Van Gogh y Gauguin, respectivamente, pasando por Los amantes de Montparnasse (1958), con Gérard Philippe interpretando a Amedeo Modigliani, o el gran Anatoliy Solonitsyn en el papel del maestro del icono Andrei Rublev (1966), hasta la reciente Mr Turner (2015), con un soberbio Timothy Spall. También el arte ha llegado al cine a través de la literatura, como pasa en La Belle Noiseuse (1991), en la que Michel Piccoli se obsesiona por retratar el cuerpo desnudo de Emmanuelle Béart recreando La obra maestra desconocida de Balzac (ilustrada, a su vez, por Picasso en 1921). Sobre robos hay muchas películas —arte y delito se asocian a menudo— y van desde Topkapi (1964) a Trance (2013), pasando por Cómo robar un millón y… (1966), La trampa (1999; recordarán a la bellísima Catherine Zeta-Jones enfundada en cuero), The Maiden Heist (2009), El secreto de Thomas Crown (2011) y Headhunters (2011), por solo citar algunas.
El viaje de las obras de arte siempre nos ha fascinado porque en él se condensa la historia y el azar. La literatura lo ha explotado en varias ocasiones. Mario Praz escribió el soberbio ensayo La casa de la vida, en el que narra su biografía a través de los muebles y objetos que coleccionó en su palacio romano. Edmund de Waal nos explica en La liebre con los ojos de ámbar (Acantilado) el destino de una colección de netsukes en un arco cronólogico que va del siglo XIX hasta hoy, de Viena a Kioto, pasando por París, en un viaje estimulante entre el pasado y el presente a través de estas pequeñas figuras japonesas de marfil, testigos inmóviles del devenir de nuestro tiempo, trama y método literario en flash back que me ha recordado a la película británica La dama de oro de Simon Curtis, aún en nuestras pantallas.
En 1997 visité por primera vez Viena y en el Belvedere admiré el retrato de Adele Bloch-Bauer que Klimt había pintado noventa años atrás: uno no puede dejar de mirar el rostro sensual de esta mujer bañada en oro, la Mona Lisa vienesa, tal como comentaba el guardián de la sala. Hace un año estuve en Nueva York y me reencontré con este cuadro icónico en la Neue Gallerie en mi camino al Met. ¿Qué ha pasado en estos diecisiete años? Este itinerario es el que explica la película La dama de oro, basada en la historia real del caso más relevante de restitución artística a un particular de todos los tiempos.
En 1998 Maria Altmann (Helen Mirren) enterró a su hermana en California y descubrió entre sus papeles la procedencia del retrato que Klimt había pintado a su tía, Adele Bloch-Bauer, una de las mujeres más bellas e influyentes de la Viena de la Secesión. Decidió entonces emprender una batalla legal para recuperar el cuadro y se valió de los servicios de un joven abogado Arnold Schoenberg (Ryan Reynolds), nieto del celebre compositor vienés. La dama de oro entrelaza en flash backs episodios del pasado —los avatares de la familia Bloch-Bauer— con los del presente —la batalla legal para recuperar el retrato que les pertenece—: ellos contra el Estado austriaco, David contra Goliat. El trasfondo de la película no es sólo el valor que tiene un cuadro —por el que más tarde Ronald S. Lauder, empresario judío hijo de la fundadora de la empresa de cosmética Estée Lauder, pagaria 136 millones de dólares (casi un millón por centímetro cuadrado) para colgarlo en su museo de la Quinta Avenida—, sino la restitución. En una escena de la película, la señora Altmann —excelente Helen Mirren— se pregunta qué es la restitución y responde con una definición de diccionario: “la devolución a su original propietario de un bien perdido o robado”. Durante el Tercer Reich, cientos de miles de obras de arte fueron sustraídas a los judíos. En rigor, la cínica maquinaria nazi consistía en financiar el Holocausto a través de los bienes incautados a los propios judíos. La primera generación de las víctimas de la Shoá priorizó naturalmente el factor humano y no se ocupó demasiado de la restitución. La caja de Pandora se abrió con la segunda y ahora ya tercera generaciones, que buscan en el pasado, a través de las obras de arte, respuestas sobre la identidad perdida. La barbarie del nazismo no sólo acabó con millones de personas sino que arrasó buena parte de la cultura centroeuropea. La sociedad europea actual aún hoy sufre los efectos de la brutal amputación humana y cultural del nazismo.
El caso de La dama de oro es paradigmático por la importancia de la obra en sí y por colgar de un museo público de gran relevancia. Como se sabe, se resolvió a través de una demanda que sólo un tribunal de California aceptó y gracias a las pruebas que permitieron conocer la voluntad del original propietario del cuadro, que no era la propia retratada, como se creía, sino su marido, Leopold. A través de cartas y de los testamentos de ambos se pudo probar que la donación que Adele hizo de su retrato al Belvedere no tenía validez, en tanto que ella no era la propietaria legal del mismo, sino quien lo pagó a Klimt, su marido Leopold, que lo había dejado en herencia a sus sobrinas. Un proceso complejo que la película despacha con epidérmico maniqueísmo: buenos contra malos. Los buenos son Maria Altmann y su abogado y los malos no son paradójicamente los nazis, sino las autoridades democráticas vienesas, que se niegan a devolver un cuadro que es para ellos una cuestión de Estado. Es una pena que esta simplificación de la trama empañe la película porque la deja sin matices, muy a la americana. Quien quiera conocer la verdadera historia, mejor que vea el documental Adele’s Wish (2008), de Terrence Turner, casado con una nieta de Maria Altmann. Posiblemente, la mala gestión de las autoridades vienesas, que minusvaloraron el empeño y voluntad férrea de la Sra. Altmann fue la causa de la resolución judicial, que abre un precedente para otros posibles casos. Sin ir más lejos, las autoridades alemanas gestionaron pesimamente el asunto Gurlitt, que ya comenté en estas mismas páginas, que es un caso de restitución a la inversa; es decir, el descendiente de un marchante que colaboró con los nazis que atesoraba obras, algunas de las cuales fueron incautadas a los judíos. La prepotencia alemana acabó con una donación de Cornelius Gurlitt al Museo de Bellas Artes de Berna y la dimensión mediática del caso acabó con su longeva y secreta vida. ¿Para cuando otra película?.