28.12.2026 | theNBP
Por Jordi Cabré

“M’exalta el nou i m’enamora el vell”, escribe J. V. Foix en ‘Sol, i de dol’. En la Galería Artur Ramon, en la calle Bailèn, se entra empujando una hoja de puerta de Subirachs y accediendo a exposiciones de arte contemporáneo (el Espai d’Art) de altísima categoría, mientras que en el piso superior, como si fueran las buhardillas de los tesoros, se guardan las colecciones del anticuario (uno de los más consolidados de Barcelona). El año que viene celebran el centenario (en concreto, se cumplirán 100 años del primer anuncio del anticuario en la revista ‘Els Amics de les Arts’ de Sitges) y nos invitan a que expliquemos la evolución del negocio, de la vocación y del mercado del arte en Barcelona.
Ahora mismo, en el Espai d’Art se expone obra de Francesc Gimeno y Jaime Súnico, cara a cara: el primero, entre los siglos XIX y XX, con una obsesiva tendencia al autorretrato (casi obligada por su precario momento vital); el segundo (ya de mediados del siglo XX), depositando pasta y espátula coloreada en los retratos, ambos con una mirada subversiva y llena de coraje. Me explica Artur, junto con su hermana Mònica, que la puerta de entrada luce una hoja de Subirachs porque su padre fue marchante de Subirachs durante cuarenta años, cuando tanto el anticuario como la galería estaban en la calle de la Palla. Pronto, en estas mismas paredes, veremos grabados de Miquel Barceló. Y, también pronto, un libro sobre la génesis de todo ello. Cien años no se cumplen todos los días.
La fecha de 1926 es la que debían tomar como referencia, pero ya en 1893 el bisabuelo hizo transitar la joyería de su hermana hacia el sector de las antigüedades. Todo ello, en Sitges. Utrillo era amigo del bisabuelo (Artur Ramon) y le vendió aproximadamente 200 objetos antiguos, que hoy se encuentran en el Palau de Maricel. Charles Deering (el industrial norteamericano que encargó a Utrillo las obras del palacio de Sitges) se enfadó por desavenencias monetarias y se marchó a Chicago, llevándose consigo la mayor parte de las piezas (por ejemplo, la valiosísima tabla de Sant Jordi i la princesa de Bernat Martorell).
Es entonces cuando el bisabuelo empieza a organizar exposiciones, a asistir a subastas, a presenciar el fenómeno del turismo en Sitges, la urbanización de Terramar, la aspiración a ser la Riviera francesa del sur… Todo ello ayuda a hacer crecer el negocio, que pasa a manos del abuelo (Artur Ramon), hasta que llega la Guerra Civil y es encarcelado en el barco Argentina. Al ser liberado, comienza la etapa barcelonesa de los Ramon. Eso sí: desde cero. Todo había desaparecido a causa de la guerra.

Desde la galería defienden que el arte no es un lujo: es cultura. © Maite Caramés
Barcelona significa continuar con la línea de venta de antigüedades y restauración de piezas, hasta que, en 1942 se inaugura el establecimiento de la calle de la Palla. Allí permanecieron hasta 2017. Cuando se les pregunta por qué se trasladaron a Bailèn con Ausiàs March responden lo que temíamos: el Gótico se ha transformado en un ecosistema excesivamente turístico. Lo que más le gusta a Artur Ramon (tercera generación) de su profesión es que cada día es distinto y que le permite profundizar en la historia de las piezas y también de las personas. Permite conocer perfiles extraordinarios de gente y, además, convivir con el arte (me dice, mientras nos observa una magnífica gitana de Nonell recién restaurada en la estantería bien iluminada del fondo) es una experiencia muy gratificante. El proceso de restaurar, de conocer, de enmarcar, de no dar nada por sabido porque siempre hay un elemento sorprendente. Obligarse a estudiar, a revisar, a estar seguro de las cosas.
Él y Mònica destacan la presencia internacional alcanzada, especialmente en las ferias de Maastricht y Londres (la feria Frieze), lo que equivale a competir en la Champions. En lo más alto. Para acceder a Maastricht tuvieron que luchar durante siete años, gracias a su importantísima selección de dibujos (en el mercado internacional no te aceptan la entrada si no estás muy especializado). A partir de estas colecciones encontraron un espacio en el área Works of Art de la feria. Ahora ya no están en ese rincón sectorial: ahora llevan tanto los dibujos como obras de Sean Scully, Miró, Barceló o Tàpies. Maastricht, explican, te coloca junto a los dealers más importantes del mundo. Estar allí es, por tanto, pertenecer a un club muy selecto. A una élite.
Un aviso, sin embargo: sin esta apertura internacional, habrían tenido que cerrar. Como ocurre también en el mundo de los artistas catalanes, que hasta que triunfan internacionalmente se estrellan en su propio país. Hoy la galería Artur Ramon vende piezas a algún cliente local y a algún museo nacional, sí, pero no habría sido suficiente: “Nos hemos quedado casi solos en el sector en Barcelona”, lamentan. Artur Ramon Tercero (su padre) compraba piezas fuera y la gente de Barcelona las adquiría. Ahora, Artur Ramon Cuarto compra las piezas aquí y debe venderlas fuera.

La galería juega con los ‘dealers’ más importantes del mundo en ferias como la de Maastricht. © Maite Caramés
¿Qué tienen los Ramon? Criterio. Ojo para la excelencia y capacidad de relacionar artistas: saber colocar a Morandi, Picasso y Togores al mismo nivel y ver qué ocurre cuando dialogan. Saber poner el mejor Casas junto a un bodegón de Théodule-Augustin Ribot. Tener un criterio claro y defenderlo. Cuando las piezas tienen calidad, conviven perfectamente, aunque sean de épocas y estilos distintos o incluso opuestos. Tienen mucha pintura catalana (cuerpos, paisajes…), por supuesto, e inciden también en el papel de la mujer artista o la comisaria. Mònica, por su parte, también vela por el mundo del craft, la artesanía, el textil y la cerámica. Muchas piezas les llegan gracias al nombre cultivado durante más de cien años, y les complace comprobar que hay obras que habían pertenecido a su padre y que, de pronto y tras dar la vuelta al mundo, vuelven a caer en sus manos como un regreso providencial al Born. Ya les ha sucedido con un Anglada y con un Casas.

La galería hace dialogar a artistas diversos. © Maite Caramés
Por último, me explican que hoy la gente de Barcelona se desprende de las obras más que buscar adquirirlas. Hay mucha oferta en la ciudad, pero la demanda está claramente fuera (hay más cultura del coleccionismo y del arte, y también más dinero, y unas leyes patrimoniales que les favorecen mucho más). Lamentan la rigidez contraproducente de las leyes catalanas y españolas en este sentido: por culpa de ello, todavía no saben si la mitad del estand previsto en Maastricht podrá estar este año.
El arte, concluyen, no es un lujo: es cultura. Por tanto, debe tener impuestos de cultura (concretamente el IVA). Lo hemos entendido mal: no venden Ferraris, venden libros. Este país es una auténtica excepción europea, pero en sentido contrario a lo que era hace un siglo, cuando todo empezó. Los Ramon, pese a los contratiempos, han encontrado su vía para crecer. Si el país no sabe brillar, tendrán que brillar las personas y los proyectos.
