Nunca olvidaré el día que por primera vez visité la capilla de Miquel Barceló en la catedral de Palma de Mallorca. Era un caluroso 3 de agosto de 2006. No sé si es porque entre el reducido grupo de hombres y mujeres que tuvimos el privilegio de ver el espacio había algunos italianos, o porque llegamos allí en la penumbra y sólo podíamos distinguir las formas de los muros de cerámica a través de la luz azulada de nuestros teléfonos móviles, convertidos en antorchas para la ocasión, pero la primera sensación que tuve fue de estar ante una revelación. Un mundo nuevo estaba a punto de ser revelado entre los tres muros de aquella capilla. Una revelación marcada por el efecto teatral de entrar entre los plásticos negros, improvisado telón que cubría la entrada de un espacio que entonces sólo podíamos visitar nosotros. Penetramos en un ámbito no sólo exclusivo sino sagrado: una suerte de descenso a un escenario o a una cueva, el espacio para el rito o para el culto.
Con la breve luz fluorescente entrevimos la piel de las paredes, recubierta de peces y de formas que se nos aparecían fantásticas sobre el barro ya cocido. Pude imaginar la emoción que tuvieron los primeros exploradores de las cuevas prehistóricas o los primeros arqueólogos que visitaron santuarios ignotos. Puede sentir la ilusión con la que se recuperaron algunos frescos románicos. Mientras intuía un mundo de barro submarino, una potente luz blanca iluminó, de repente, el conjunto. Entonces la revelación se hizo realidad y descubrimos, con la musicalidad de la lengua italiana de fondo, este milagro de los panes y los peces que ha plasmado Barceló en los tres muros de la capilla de Sant Pere.
En el muro de la izquierda, desciende del mar un ejército de especies marinas espléndidas, algunas de las cuales sólo recuerdo haber visto en el mercado de la Boqueria, peces realizados forzando los volúmenes, buscando los relieves en la piel de la arcilla, formas que luego han sido pintadas. Pude identificar el proceso de este trabajo porque el propio Barceló nos lo mostró en la representación de Paso doble en Avignon, una exhibición de fuerza física en un combate entre la materia y el artista: golpes, puñetazos, hendiduras, piel de barro llena de heridas; una pelea que ha dejado su huella en fragmentos extraordinarios, como las enormes langostas o el gran pulpo o los mejillones arremolinados como si estuviesen en una cazuela. Las cabezas entreabiertas de los grandes peces impresionan. El conjunto en trampantojo tridimensional recuerda tanto las creaciones del ceramista barroco Bernard Palissy, como bien vió Josep Casamartina en las páginas de EL PAIS, como los platos de engaño de la Alcora del dieciocho. Arriba, en el vértice izquierdo, el muro se convierte en mar con olas que nos indican que el espacio ha estado inundado. Todo es potencia, todo es insondable mar, el mar profundo que Barceló, experto submarinista, conoce de sus inmersiones, formas aprendidas buceando y que ha trasladado a este gran fresco de arcilla.
El muro opuesto es más intuitivo. Responde menos a un programa compositivo prefijado que el de la izquierda. En esta cartografía de lo terrenal llueven los frutos del mercado, explosión del color. Son táctiles los panes redondos con las costras quemadas parecidas a las de las porcelles (los cochinillos que se comen en Mallorca) o las sandías y las granadas maduras, a punto de reventar. Sorprende un cuchillo al lado de una manzana que es el pendant del anzuelo entre los peces del muro opuesto. La pintura ayuda a resaltar las formas creadas en el barro, a destacar algunos relieves, a dar sombras, a incidir en los grupos, pero desde el primer momento uno tiene la sensación de estar ante un mundo de puro barro, tridimensional, más escultura que pintura.
El muro central está destinado a Cristo, que aparece de dimensiones menores de lo que cabría esperar. Es un Cristo de espuma blanca, más una promesa que una aparición; casi transparente, como una medusa, como si la luz que lo circunda hubiese sido proyectada desde atrás. El Cristo, que se sitúa en el centro, está flanqueado a su izquierda por un gran pez espada abierto en canal y, a su derecha, por una palmera que me recuerda algunas de las formas geológicas de las cuevas de Artà. A sus pies, un osario formado por calaveras como las que una vez vi en la cripta de los capuchinos de Roma: amontonamiento, horror-vacui, como las cruces en los dibujos del renacentista Lelio Orsi. Este Cristo con los brazos abiertos me inquieta. No sufre, pero tampoco nos acoge. Es un Cristo que no centraliza la composición: su papel no reviste mayor importancia que el del pez espada; un Cristo expectante, más espectador que protagonista, que se asemeja al propio Barceló, como si éste hubiese querido autorretratarse como hacían los antiguos pintores: el artista devenido Dios que contempla su propia obra, su creación, Cristo entre el milagro de los panes y los peces o el Artista-Dios en el taller ante su obra.
Es curioso observar como los más recientes trabajos de Barceló están basados en el número tres. Tres son las partes de la Divina Comedia que ilustró con acuarelas evanescentes. Tres fueron las partes de Paso doble, la ya mencionada performance que realizó junto a Joseph Nadj en Aviñón. Y tres son los muros que componen esta capilla. Simbolismos a parte, en el tres ha basado Barceló su impetuosa fuerza creativa y las tres obras comparten un mismo afán: la consecución de una obra sin género, transversal, humanista, completa.
El pasado 2 de febrero, seis meses después, volví a la capilla bañada por la soberbía de la iluminación y de la pompa en el día de su bendición. Los vitrales ahumados como un cielo de El Greco sobre los que el artista ha dibujado con los dedos formas naturales de trazos blancos completan el conjunto. Me imagino que la luz natural filtrada por estos vidrios de humo le acabaran de dar el aspecto de cueva submarina que Barceló persigue. Inmersa en una explosión mediática extraordinaria la capilla de Sant Pere, es ya un lugar de culto en los dos sentidos de la expresión: de culto cristiano y de culto artístico. Ahora necesita la perspectiva del tiempo. Una sola obra que condensa las múltiples facetas de este artista rebelde que no deja de ser tremendamente joven, a sus cincuenta años ya cumplidos, y vital: una fuerza, en definitiva, de la naturaleza y del arte.
Artur Ramon Navarro
Publicado en Cultura/s, La Vanguardia, el miércoles 21 de febrero de 2007