Cultura|s La Vanguardia
Sábado,21 julio 2018
Hoy sobrevaloramos las experiencias vitales. Llega el verano y todos tenemos que viajar bien lejos para explicarlo. Antes uno esperaba regresar a casa y enseñar las fotografías o pasar las diapositivas a los amigos y familiares en sesiones interminables a la hora de la siesta. Ahora mandas lo que ves sin la demora del tiempo para contar que eres único: el ego proyectado por las redes sociales al instante. Y a veces no nos damos cuenta que el viaje está muy cerca, que el descubrimiento, sin saberlo, lo tenemos al lado de casa, que no hace falta recorrer barrios destartalados de Saigón o visitar el Museo de la Casa Negra en Chiang Rai, cuando no conoces los barrios de tu ciudad y desde que eras niño no has vuelto a poner los pies en el MNAC.
Un domingo cogí el coche y, por azar, llegué a la Font d’en Fargues. Cerca del paseo Maragall, al sur de Horta y al norte del Turó de la Rovira se alza un barrio de empinadas cuestas y un aire soñoliento que se levanta sobre las hectáreas que a finales del XIX fueron heredadas por Montserrat de Casanovas Fernández de Landa, hija única de una familia de empresarios venida a menos. La pubilla no tenía dinero, pero poseía tierras y junto con su marido, Pere Fargas (de aquí el gentilicio, hoy catalanizado), decidió en 1905 urbanizar aquella zona y transformarla en una ciudad jardín con torres que asoció a la Cooperativa de Periodistas. Algunas casas noucentistas creadas en los albores del siglo XX, con la sección que dibujaría un niño, planta ordenada y jardín con palmera, aún subsisten y nos explican lo que decía William Morris: una casa debe ser bella y útil a la vez. Otras han quedado sepultadas en nombre del progres o en pleno desarrollismo de Porcioles con bloques que superan la altura normativa.
Paseo por el barrio en uno de los primeros días de sol que presagian la felicidad del verano y miro las casas como miro los cuadros. En el número 51 de la calle Can Pujolet vivió el poeta Joan Salvat-Papasseit. Pasó una temporada en 1922 y acudió allí con la esperanza de que el aire puro del monte y las aguas famosas de la fuente curasen su tuberculosis. En su libro Els nens de la meva escala escribió: “Oh, com fa debo! De l’hort de casa s’albira el Montseny. Tant com és clari quiet el dia, i retallat, el Parc de Catalunya apareix ple de neu!”. Miro alrededor de la casa y me doy cuenta de que su visión es una evocación literaria hoy imposible de contrastar porque los bloques de pisos no me permiten gozar de las vistas que él vio hace un siglo. Me acerco entre las rejas verdes del portal y veo un gato enorme reposando en un sillón de mimbre. Me sumerjo en sus ojos hipnóticos de miel como los del Autorretrato de Durero en Munich y pienso en Salvat-Papasseit que allí vivió y escribió y sufrió una enfermedad que no pudo curar en la Font d’en Fargues y que dos años después lo llevaría a la tumba. Un barrio nuevo es como un país desconocido. Lo bueno de viajar en tu ciudad es que sale gratis, cansa poco, evitas lo exótico, con lo cual no hace falta darla lata a nadie, y encima duermes en casa.