miradorarts.com | por Artur Ramon
Hay una cita del filósofo Heidegger que no puedo evitar recordar cada vez que pongo la radio o la televisión: «La lengua es la casa de la verdad del ser».
En nuestros medios audiovisuales cada día se habla peor; y ya no me refiero a las desordenadas estructuras gramaticales y sintácticas, que chirrían todas, ni al léxico limitadísimo, ni a la fonética contaminada del castellano, que provoca dolor de oídos, no; me refiero a la más elemental educación.
Sería de sentido común pensar que el lenguaje tiene registros, y no es lo mismo hablar por la radio o en las televisiones que hacerlo en un bar entre amigos. Por eso sería razonable entender que en los medios los tacos deberían estar excluidos. Ahora, en cambio, aparecen en una de cada dos palabras. Es la utilización del taco como símbolo de la contemporaneidad, para hacerse el modernillo.
Palabrotas que se asocian con los asuntos escatológicos que, en el país del caganer (Freud lo hubiera podido investigar), nos gustan tanto. Así, un colaborador de Catalunya Ràdio comienza el programa deseándonos un buen día de mierda. Cuando no se alude a la deposición, se utiliza «la hostia» como muleta para expresar gran admiración, y hay quien la repite hasta la saciedad o la une al nombre vulgar con que aludimos a quien ejerce el que, según dicen, es el oficio más antiguo del mundo.
Que se hable mal es grave, pero que se haga apología de ello en los medios es inaceptable. Parapetados en una visión muy primitiva del humor catalán, proliferan programas banales de la risa fácil, los que llamo del jijijí-jajajá, que no sólo no aportan nada, sino que son los grandes defensores del lenguaje grosero.
En nuestro país, no es que no hayan cuajado los programas de prensa del corazón o de telebasura –que abundan en cadenas privadas de alcance estatal–, es sencillamente que no han podido prosperar porque tenemos una variedad propia que ejerce de tapón, que son los dedicados al humor que no hace gracia. Una involución curiosa de los primeros programas de este género, liderados por Quim Monzó o Mikimoto, donde el humor era una herramienta más al servicio de la inteligencia del guion (obra de autores como Francesc Orteu o Joan Tharrats). Ahora, el humor sin ton ni son, blando y mundano, sirve a una estulticia de campeonato.
La utilización del lenguaje da la medida del nivel cultural de una sociedad. De hecho, escuchando hablar a una persona puedes conocer qué formación intelectual tiene, si ha leído mucho o poco. Somos tal como hablamos. Si nos guiamos por este baremo, nuestro nivel es paupérrimo y sólo hay que escuchar a la gente que pasa por la calle y habla cuando le ponen una alcachofa (aka micrófono) en frente, para hacer unas declaraciones a menudo simples o ininteligibles; no pocas veces, de una burricie manifiesta.
Un nivel similar es el de muchos de nuestros políticos, la mayoría de los cuales tendría que pasar por un logopeda antes de subir a la tarima a predicar la nada, discursitos rellenos de lugares comunes y tópicos que nos llegan distorsionados por el tono grosero o la dicción rota. Afortunadamente, todavía hay periodistas profesionales que defienden un lenguaje apropiado y referencial. Se me ocurren tres: Josep Cuní, Toni Cruanyes y Joaquim Maria Puyal, los dos primeros en activo, y el tercero desgraciadamente ya retirado (sin él, las emisiones de radio del Barça ya no son tampoco lo que eran). Para el futuro de nuestro ser, esperamos que su ejemplo –o su resistencia– contagie tanto como algunos virus.
En la imagen: Francisco de Goya, «Hasta tu abuelo», Capricho n. 39, 1799.