La Vanguardia
Avance editorial Artur Ramon, habitual colaborador de estas páginas, publica en Comanegra un libro sobre grandes coleccionistas de arte. A continuación reproducimos un capítulo dedicado a un anticuario vasco de la vieja escuela
Aitor es un anticuario vasco hiperbólico, de los de la vieja escuela. Calvo –cuatro pelos encolados en el cráneo con gomina–, mide metro noventa, tiene el vientre de Buda y se sujeta los pantalones con tirantes. Habla por los codos y acompaña su discurso haciendo gestos con las manos de un pelotari. Le gusta ir por el mundo arrasando y contando cuentos chinos para seducir a la audiencia –si es femenina, presumido como es, todavía más– y hacerse el importante. Su cuñada, que es de Tona, siempre le dice que se lo inventa todo, y él se disgusta, porque de tanto repetir las cosas se las hace suyas y se las acaba creyendo.
Confieso que la mayoría de sus historias son pura invención. Todas tienen una base real, pero las ha pasado tantas veces por el tamiz de la fantasía que ya queda poco de realidad y mucho de literatura. Aun así, me hace mucha gracia escucharlo porque con los años –tiene casi ochenta– es una caricatura de él mismo, y loque de joven era exagerado ahora ya es imposible. Va tan al límite que no se define como anticuario, sino como anticuarísimo, y aunque vive en la calle del Arenal de Bilbao, en la tarjeta de visita, bajo su nombre, se ha hecho poner Boulevard del Arenal, a la francesa. Para él no hay ninguna otra ciudad en el mundo como Bilbao. De hecho, su mundo es su patria, exclusivamente vasca; el resto es la periferia. Parece mentira que un hombre tan viajado sea tan localista, pero hay personas como él que por mucho que viajen no aprenden nada, porque no quieren conocer nada más allá de su círculo pequeño y cerrado. Os explicaré una historia que viví a su lado y, por lo tanto, doy fede que es cierta.
Resulta que una vez estaba en una subasta de dibujos en Londres, preparado para licitar por una aguada de Luis Paret, una Vista de la ría de Bilbao que, según él, antes de comprarla ya la tenía vendida a un cliente de Neguri. Le gustaba siempre sentarse en primera fila, cerca del subastador, como si la proximidad física lo ayudara a conseguir las piezas. Decía, satisfecho e iluso como era,que así creaba una dialéctica emocional con el subastador e iba más rápido en cerrar las licitaciones y facilitarle las obras.
Fuera como fuera, estaba sentado, a punto de levantar el brazo, cuando salió el lote anterior al Paret, un dibujo anónimo holandés que representaba un molino de agua en un paisaje. De repente, Aitor vio por el gran ventanal que había detrás del subastador una chica que conocía, a una trabajadora de la casa de subastas, joven y bella. La había conocido en Bilbao y había querido invitarla a cenar, pero ella no se dejó. Aitor, al verla de
nuevo, la saludó efusivamente, levantando la mano una, dos, tres, hasta cuatro veces. El subastador, sin embargo, entendió que cada vez que Aitor levantaba la mano era una puja, y le adjudicó el dibujo por doce mil libras esterlinas, más o menos lo que había previsto pagar por el Paret, que se vio obligado a dejar pasar porque no tenía dinero para las dos piezas. Ya se sabe que muchos anticuarios van escasos de dinero porque gastan más de lo que ingresan. Recuerdo la cara de merluzo sin memoria que se le quedó cuando se vio obligado a levantar la paleta con su número, certificando así que era el comprador de aquel dibujo, que le interesaba tan poco que no recordaba haberlo visto en la previa ni en el catálogo de la subasta.
Un año después de aquel lamentable incidente,Aitor decidió dejarle el dibujo a un colega que participaba en una feria en Nueva York. Le dijo que quería recuperar el importe, unos quince mil euros, sumando el coste de los gastos de transporte y el marco. Al cabo de unos días, el amigo le llamó para comunicarle que lo había vendido. Al ver el dibujo en la feria, un conservador del Rijksmuseum le dijo que era una obra maestra de Jan Van Goyen, un pintor de Leiden del cual se conocen muy pocos dibujos, y por eso no entendía por qué la vendía tan barata, apenas poco más del precio que Aitor había pagado en Londres. Aquel día el conservador
había llamado para licitar, pero un inoportuno fallo en la línea telefónica lo dejó sin el dibujo, y desde entonces suspiraba para recuperarlo.
Recientemente, en una muestra de las últimas adquisiciones que se celebró en el Rijksmuseum, Aitor reencontró su dibujo. Vio su rostro reflejado en el vidrio, con una leve sonrisa, y pensó que él era así, el único anticuario del mundo capaz de comprar por azar un dibujo del cual no sabía nada y venderlo a uno de los mejores museos del mundo. Esta gesta sólo está a la altura de alguien como él, de Bilbao, un crack, el anticuarísimo.