Un niño aprende a leer y a escribir cuando tiene entre 6 y 7 años; en cambio, no sabe mirar cuando llega a la universidad. No entraré en la falta de cultura humanística en la sociedad, el empobrecimiento de la enseñanza en materias que parecen inservibles y la exaltación de cuanto dé beneficios a corto plazo. Lo explica muy bien Nuccio Ordine en su brillante tratado La utilidad de lo inútil (Acantilado, 2013). Mirar requiere un aprendizaje basado en el esfuerzo y la curiosidad en un camino autodidacta. Las corrientes historiográficas que propulsaban la mirada como punto de partida de la investigación han ido desapareciendo en los estudios universitarios, incluso en Italia, donde nació la cultura del connoisseur, de Vasari a Longhi. Hoy ha triunfado el contexto sobre la obra y ya se hace una historia del arte sin obras de arte. En España nunca arraigó esta escuela de la mirada que fue absorbida por corrientes de formalismo simple y todas las disciplinas de contexto posibles, de la iconografía a la sociología. Por suerte los últimos ecos del connoisseur se encuentran en el mercado, especialmente en la pintura antigua, profesionales formados mirando más que leyendo y sobre todo equivocándose en adquisiciones y pagando por ello: quizás esta es la mejor manera de aprender. Muchos de sus descubrimientos acaban en los museos mientras nadie reivindica su labor porque se mueven en las nunca bien vistas aguas del comercio.
La sociedad vive de espaldas al arte y en los medios apenas hay espacio porque la cultura visual no entra en los parámetros del entretenimiento. Y los museos no ponen fácil la relación entre las obras y las personas: desde los móviles incardina dos en la pornografía del yo hasta las audioguías que dirigen al espectador y no le permiten comentar las obras con quien le acompaña. Celebro que el Prado sea de los pocos museos donde los móviles no entran, invitando así a concentrarse en mirar. Los visitantes pasan más tiempo mirando las cartelas: parece como si entrar en un cuadro asuste porqué no se entiende. Y no se entiende porque no se explica y cuando alguien quiere hacerlo se le prohíbe. No hace mucho, visitando con unos amigos la muestra Expresionismo abstracto en el Guggenheim de Bilbao, no pude contarles nada porque nuestro grupo era mayor de las ocho personas que permite el museo que se agrupen. Tuvimos que partir el grupo ante la observación policial de los guardianes de la sala y la visita se resintió. Ni pude ver con mi hija de ocho años la dama de oro de Klimt en la Neue Galerie de Nueva York porque a su propietario, el magnate Ronald S. Lauder, no le gustan los niños en su museo. ¿Cómo queremos que el arte penetre en la sociedad si se ponen todo tipo de obstáculos? Reivindico la utilidad de la mirada, la única manera posible de conocer los mundos inasibles que esconde toda obra de arte.
Artur Ramon Navarro
Publicado por La Vanguardia, Dissabte, 17 juny 2017