miradorarts.com | por Artur Ramon
Los que nos dedicamos al noble oficio de anticuario nos regimos por dos leyes de patrimonio: la española de 1985 y la catalana de 1993. Esto implica que, por el hecho de ser catalanes, pasamos un doble filtro cada vez que queremos exportar una obra fuera del país; cosa que no pasa a nuestros colegas españoles.
Hace treinta y cinco años que funcionamos con la misma ley de patrimonio, y el mundo ha cambiado de forma exponencial.
El mercado español de arte de 1985 no tiene nada que ver con el de 2020. En aquellos tiempos remotos el mercado era local, España, tambaleándose después del Golpe de Estado de Tejero (1981), aún no había entrado en la C.E.E., había cabinas de teléfonos y no existía Internet; la prehistoria.
Esta ley, incomprensiblemente aún vigente, es proteccionista y no expresa bien el equilibrio que debería existir entre la salvaguarda de nuestro patrimonio (tarea en la que trabajamos todos) y el flujo del mercado del arte. En esta dialéctica radica el problema de esta ley obsoleta que decanta claramente la balanza en la protección del patrimonio y dota al Estado de unos mecanismos de control y sometimiento que rebasan los poderes propios de una democracia moderna.
¿Cómo funciona? De forma resumida, el mecanismo es muy sencillo: para cualquier obra que tenga más de cien años y se quiera exportar, hay que pedir un permiso. La Junta de Calificación del Gobierno de Madrid y su homónima catalana, en sus propias reuniones mensuales, revisarán el expediente y determinarán en tres posibles direcciones: se puede exportar (paradójicamente, la licencia tiene una fecha de caducidad de un solo año), queda pendiente de estudio (la Administración dispone de tres meses para analizar mejor la pieza y dictaminar), o es inexportable, con la posibilidad de ser declarada Bien de Interés Cultural y, por tanto, ser incluida en el inventario patrimonial de cada Comunidad Autónoma, lo que significa que la Administración tiene el derecho de retracto; es decir que, una vez cierres la operación con un particular, se lo tienes que comunicar al Estado y, en idénticas condiciones, puede adquirirla.
El principal problema –naturalmente para los propietarios de las obras, sean privados o comerciantes, no para la Administración– ocurre cuando la obra se declara inexportable. Entonces, al perder el mercado internacional, la cotización de la obra se devalúa dramáticamente llegando a valores que pueden oscilar entre el -30 y el -50% de media, a veces mucho más. Es en este punto donde la ley falla, porque no protege por igual ambas partes –los propietarios de las obras y la Administración– y se convierte en una herramienta maniquea que sitúa a la Administración en una posición de fuerza y de ventaja.
Pongamos un ejemplo inventado para clarificar las cosas. Una gran casa de subastas internacional encuentra en una casa particular de Madrid un retrato de Bronzino. Pide el permiso a la Junta con un precio de mercado internacional (pongamos € 10M), ésta lo declara inexportable (sólo hay uno en España que cuelga en el Museo del Prado) y lo cataloga como BIC (Bien de Interés Cultural).
Entonces, el Estado entra en negociación con el propietario y le hace una oferta de € 3M con el argumento perverso de que, al no poderse vender en el extranjero, el mercado español no puede soportar precios internacionales. Finalmente, el propietario, como no tiene más opciones (los tres posibles compradores españoles ya le han dicho que no), accede no por gusto sino por necesidad: le han quitado cualquier otra mejor opción. Cierra la operación y cobra en dos años sin intereses. Es como si, en un partido de fútbol, el árbitro también fuera jugador. ¿No sería muy tentador ir silbando penales, lo sean o no, y decirle al portero que no se ponga?
Entiendo que esta ley fuera necesaria en España en el siglo que va de la Desamortización (1836) hasta la posguerra (1939), cuando hubo un verdadero expolio del patrimonio artístico del país, y había que protegerlo. Pero hoy no estamos en el mismo escenario. Nos quejamos de que el arte español no es conocido en el mundo. Pero, ¿cómo queremos que lo sea si lo tenemos secuestrado? Se ha impedido exportar piezas que están más que bien representadas en España y que sería bueno que fueran a grandes museos internacionales. ¿Hay que retener todos los goyas que salgan? ¿No nos basta con los muchos que ya se conservan en el país? ¿No sería más lógico retener los más importantes, si es que aún queda alguno por descubrir o en manos privadas? ¿No sería interesante que fueran vistos fuera de España?
Quisiera preguntar a los puristas que se llenan la boca hablando de la diáspora del arte español en el mundo –nunca hablan de las obras que los anticuarios importan– si esta práctica les parece bien. Es legal, naturalmente, pero ¿se han preguntado si es ética? ¿Se han preguntado el daño que hacen a los anticuarios que, con un mercado local devastado, nos vemos obligados a vender en el exterior? Si seguimos así, pronto sólo tendremos dos salidas posibles: exiliarnos o cerrar. Quizá todo es una estrategia muy calculada para acabar definitivamente con el mercado del arte. Mala política, porque el mercado es el primer escalón, donde salen y se ponen en valor las obras. Sin el mercado, no habría obras y los museos todavía se convertirían más en cementerios de lo que ya lo son.
¿No sería más razonable hacer lo que hacen países civilizados de nuestro entorno cuando, ante un mismo caso, como el del Bronzino, el Estado tiene un año para conseguir el dinero para pagar los €10M y, si no lo consigue, lo deja exportar? Es lo que recientemente hizo la National Gallery, de Londres, con un Bellotto de origen británico, que incorporó a sus colecciones de arte por los €80M que vale, sin regatear ni un pound.
La ley actual desanima al coleccionismo y su reverso: el mercado del arte. No hay peor país para trabajar en este oficio que el nuestro. A la falta de cultura visual, a la demagógica manera de entender el arte como lujo y no como cultura, al mecenazgo que no se entiende fuera del ámbito social, se le suma una ley antigua, retrógrada y que, a menudo, cuando se aplica, es una forma encubierta de expropiación.
Vaya por delante que este comentario es un ataque directo y sin complejos a la ley, no a ninguno de los funcionarios que la implementan. No es un tema personal. Al contrario, reconozco y admiro el trabajo de nuestros profesionales de la cultura, que saben que el terreno del juego en el que se mueven no es de fair play, y hacen todo lo posible para remediarlo. En la Junta de Madrid, tanto el secretario Carlos García de Barandiaran, como su excelente equipo, tratan de encontrar un equilibrio imposible. También en la Junta catalana y el Departamento de Cultura, con Magda Gassó al frente, me consta que, cuando una pieza se declara inexportable, hacen lo imposible para adquirirla y, si no pueden, es simplemente porque no han tenido apoyo político, no por voluntad propia. También el MNAC y su director, Pepe Serra –y su equipo–, me consta que son sensibles a este tema, y reman en la misma dirección; es muy de agradecer. El problema no son ellos. El problema es la ley.
La pregunta que se formularán es muy simple. ¿Y por qué no cambiamos la ley ? Ha habido muchos intentos de hacerlo, pero sin ningún resultado plausible. Para cambiarla, como hicieron en Francia o Inglaterra, se precisa un lobby fuerte de dealers y de coleccionistas, y llevarla a instancias superiores europeas que dicten jurisprudencia y la equiparen a otras leyes de patrimonio de la Comunidad Europea. El peso del mercado del arte español en el mundo es de un 1%. No hace que decir demasiado más.
Esta ley ha nacido como antítesis de los principios de Parménides, aquel filósofo griego que decía: «todo cambia, nada permanece». Aquí diríamos, todo cambia, la ley siempre permanece… y no me extraña, es el instrumento perfecto para conseguir grandes piezas a precio de saldo.
En la imagen: Bernardo Bellotto, The Fortress of Königstein from the North, 1756-1758. National Gallery, Londres.