Frederic Amat | El País
Mucho tiempo antes de este aciago presente en el que vivimos recluidos, ya eramos conscientes de la desatención entorno al ámbito de la cultura. Sucedía ante la indiferencia general, era ignorada por una gran mayoría de ciudadanos acostumbrados a no cuestionarse la austeridad presupuestaria ni el descuido hacia la cultura por parte de las instituciones públicas. Esa negligencia no iba solo en detrimento de la producción cultural, sino también de la sociedad misma, que se iba deteriorando al perder lo que la cultura aporta como herramienta de conocimiento y cohesión.
En estos días en que la pandemia nos ha abocado a una experiencia inédita y al consiguiente confinamiento de los ciudadanos, se ha instalado el abatimiento y la incertidumbre en los hogares, de diversas maneras y, en demasiados, de forma extrema por la precariedad de medios o la implacable soledad.
En otros muchos hogares, en este tiempo suspendido, los ciudadanos han recurrido, para atenuar su relegada libertad de movimiento, a la cultura. Han accedido a ella sobre todo por diferentes medios digitales y esta se ha desgranado generosa, a través de enlaces, visitas virtuales a museos hoy clausurados, visionado de obras teatrales o films, poesía en los móviles y todo un sinfín de dispositivos tecnológicos y ofertas en las redes sociales. Nos acercan como ante un espejismo y nos invitan a celebrar la “cultura en casa”, en una digitalización del mundo, pero tan sólo en su cuerpo virtual, un cuerpo sin latido propio, ya que, como sabemos, a la experiencia de ver pintura, asistir al espectáculo teatral o a un concierto, no puede accederse en su máxima esencialidad y revelación por medios domésticos audiovisuales o informáticos. Pero aquí estamos, empantallados, solitarios y solidarios.
Escribo estas notas como eco a todas las voces, tan críticas como lúcidas, que se han ido pronunciando estos días ante el sentimiento de un despecho hacia la cultura y su agonía, tan sorprendidas como ofendidas ante el comunicado del propio Ministro de Cultura en su primera comparecencia pública en medio de esta crisis. En este momento en que la cultura está patas arriba, el gobierno no ha propuesto nuevos programas, ideas o desafíos, sino que ha pospuesto a un hipotético futuro las medidas específicas, cuando las circunstancias lo permitan, olvidando la incapacidad del sector cultural para generar ingresos en estos momentos y su enorme dificultad para mantener a corto o medio plazo las estructuras productivas, que son las que crean las condiciones para su adecuado funcionamiento, olvidando que la cultura es, en sí misma, un derecho fundamental de las personas. Tenemos que pronunciarnos porque, cuando los agentes culturales no cuestionan el poder, se entra en la complicidad con sus amnesias y arbitrariedades.
Hoy más que nunca, se debe recordar que la cultura es un bien de primera necesidad. El sistema sanitario no debió ser nunca desatendido ni debilitado, pero tampoco la cultura puede ser despojada, porque ambas atienden a necesidades distintas y primordiales del ser humano. Lo proclamó, con certeras palabras, el poeta Federico García Lorca, en 1929: «No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero también que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.»
Así mismo, escribo estas notas para intentar ir al encuentro de una cultura que pervive, erosionada, en los márgenes y que, lejos de poder expresarse con letras mayúsculas y luminosas, en el centro de la escena y del espacio público, se sitúa fuera de campo, ninguneada, circundando los límites de lo establecido por lo que conviene garantizar sus sostenibilidad.
Es de esperar que en el inmediato futuro, después del colapso, sea necesario hacer de la cultura un reto y conseguir que ésta sea libre, disidente de las exigencias del mercado o del poder oficial, con su caduca política cultural. Será esta cultura la que nos ayude a aliviar el hartazgo y nos aligere la pesadumbre, que nos abra vías alternativas desde su capacidad autocrítica y no conformista, con propuestas de otros modelos que sirvan de vínculo a la vida social, en un ejercicio de comprensión, conocimiento y memoria. Un saber que nos ofrezca la posibilidad de recuperarnos del embate pandémico sin paso rezagado. Evitar la vuelta a las zancadas aceleradas de un tiempo pasado que hacía difícil la razón crítica o una mirada hacia adentro.
Avanzar de nuevo, con la capacidad de incorporar e imaginar sorpresivas posibilidades en un escenario futuro que restituya el valor social de la cultura. Es imposible progresar hacia una nueva concepción de la sociedad y hacia otras formas de vida que inviten a explorar ámbitos culturales distintos, sin preocuparse de una manera plena y certera por la educación. Ha ocurrido, tristemente, que, lejos de entender la educación como un compromiso común de los ciudadanos y cumplir con la obligación de las instituciones de defenderla, hemos asistido durante años a programas educativos frustrados, uno tras otro, así como recortes en presupuestos y becas han ido depauperando las bases estructurales y desatendiendo el desarrollo de escuelas y universidades.
Es el envite de los ciudadanos recuperar el territorio perdido de la cultura, entendiéndola sin etiquetas ni pasiones políticas, que hacen tosca y parcial nuestra comprensión del comportamiento humano, sus motivos y enigmas. Sería oportuno, también, cultivar un estado de vigilia que entienda la cultura como solidaridad y que, sin precariedad, pueda vivir con dignidad de su trabajo, en contra de la proclama de que lo que no está expuesto en el escaparate, no existe. Irradiar una creatividad independiente del mercado y sus leyes, que confunden valía con valor.
Una vez hayamos pasado el ciclo de esta oscura epidemia, sabremos ya de cierto que las calles son más largas de noche, pero, a la primera luz del día después, nos hará falta perseverar en la conciencia de que algo puede haber cambiado en nuestra relación con la realidad y nuestra percepción de la misma. Ojalá sea una oportunidad, a pesar de su devastadora y adversa causa, para lograr lo que fuimos incapaces de afianzar o prever antes del embate de la epidemia: relacionarnos con el otro a través de la empatía.
A lo largo del confinamiento y con inusitada frecuencia, muchos nos hemos preguntado ¿cómo ir mas allá de la impotencia? ¿Cómo hacer de la cultura un espacio sin límites, abierto al conocimiento de que otros mundos son posibles? Allá donde se esperaba que estuviera la cultura, ya no está… ¿A dónde se ha desplazado?
Entre la expectación y la expectativa, es muy necesario que todos, intelectuales y artistas, contribuyamos a ventilar, abriendo puertas y ventanas, para que transite la creatividad como una forma de emancipación desde donde otear nuevas trayectorias que nos estimulen, sin temor a avanzar hacia el reto de que la cultura será más viva en tanto sea conflictiva y, a su vez, más solidaria. Al fin y al cabo, en este momento infausto que nos hace sentir vulnerables, no podemos prescindir de la cultura como abrigo para conseguir hacer del pesimismo, vigor; y de nuestra fragilidad, resistencia.
El País-20 abr. Culturas. pag #34