LA VANGUARDIA, Cultura|s, 29.09.2018
En la primera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo celebrada en Ginebra en 1964, Alberto Ullastres, ministro español, descubrió que el comandante Ernesto Guevara, su homólogo cubano, se hospedaba en su mismo hotel, el Intercontinental. Lo invitó a cenar en La Reserve, una braserie discreta a las afueras de la ciudad, hoy convertida en su mejor restaurante chino. El Che aprovechó el momento para pedirle un deseo: quería visitar el Museo del Prado. Seis meses después, el co- mandante llegó a Madrid. Cenó y durmió en el hotel Felipe II de El Escorial y al día siguiente, un lunes, se encontró el museo abierto exclusivamente para él. Le recibió el director, Francisco Javier Sánchez Cantón, con su cano cabello lacio peinado hacía atrás a juego con su sonrisa falsa. El Che le dijo que sólo quería ver Las Meninas, nada más. Recorrió la gran galería como el pasillo de casa, sin mirar, mientras resonaban los pasos de plomo de sus botas. Se puso ante el cuadro y estuvo una hora mirando, mudo. El director disertaba con voz de nodo mientras el Che lo atravesaba con sus negros ojos de azabache: no había ido allí a escuchar sino a mirar. Entonces dijo: “La clave del cuadro es el espejo que centrifuga la energía de la escena” . Y al rato remató: “¡Cómo me gustaría acariciar el lomo de este perro soñoliento!”. Se levantó y se acercó al cuadro hasta casi tocarlo, de su uniforme de aceituna se recortaba el sensual perfil del revólver. Parecía que quería acariciarlo, olerlo, comérselo, sabedor que la vista era un sentido insuficiente ante tal obra maestra. Ya de noche, en la oscuridad de su habitación escurialense, llamó a su madre, como hacía cada día, para contarle que había visto, por primera vez, el cuadro más bello del mundo. Poco podía presagiar que sería la última.
Artur Ramon Navarro