miradorarts.com | 11 ener,o 2021
Al igual que los muebles antiguos las ciudades tienen secretos, como museos escondidos. Por ejemplo, en Londres, el Sir John Soane’s cerca del British, o en Milán el Poldi Pezzoli ¿Y en Barcelona? El Museo Marès.
Me gusta visitar esta cueva de Ali Babá que duerme el sueño de los justos a la sombra de la catedral. El Museo Marès es como una matrioshka, una muñeca rusa que esconde otras muñecas más pequeñas. Una colección de colecciones. Me fascinan tanto los exvotos ibéricos como los abanicos románticos, las lámparas romanas como las tallas románicas, los portapaces en bronce dorado como los crucifijos monumentales.
Este museo no se visita, se explora. Entras en un bosque de obras y objetos reunidos por un hombre que sufría el síndrome de Diógenes. Por mucho que vaya, siempre me quedo hipnotizado ante la maqueta en bronce del monumento ecuestre de Marco Aurelio, y ante las esculturas helenistas que ligan muy bien con la obra maestra del Maestro de Cabestany, Jesús y sus discípulos: no puedo dejar de observar cómo los peces se sobreponen al agua. Adentrarme en las colecciones de María Mariae que dialogan con las tallas de Cristo en la Cruz. Bajar a la cripta –el escenario perfecto para un cuento de Lovecraft– y darme cuenta de cómo ciertas caras esculpidas del románico recuerdan las máscaras africanas. Subir al segundo piso y ver las tallas barrocas polícromas, y fijarme en los detalles: el rostro del diablo que pisa el Arcángel san Miguel, los fragmentos de manos y pies de Gregorio Fernández, restos de madera dejados por el célebre Jack…
El Museo Romántico es otro museo dentro del Marès, y el ambiente se sobrepone a las obras. Un viaje en el tiempo lleno de pipas antiguas, sonajeros de todo tipo, tabaqueras, cajitas de rapé, y un largo etc. Arriba, han abierto últimamente una sala dedicada a los juguetes antiguos que es una pura delicia.
El problema del Marès es que hay tanta obra que te puedes llegar a empalagar. La solución es visitarlo por partes, fragmentariamente, como cabría siempre explorar los museos. Entrar, por ejemplo, una tarde de verano y perderte en la selva frondosa de los objetos sin buscar nada en concreto, y con los ojos ávidos para retenerlo todo.
Al salir, te podría pasar lo que le sucedió al escritor argentino Julio Cortázar, y que cuenta en la entrevista recogida recientemente en The Paris Review (Acantilado, 2019, p.1522) cuando, en una visita a Barcelona, vagando por el laberinto del barrio gótico, se detuvo para escuchar a una chica que tocaba la guitarra. Un joven que le había reconocido se le acercó con un trozo de tarta en la mano y le ofreció. Cuando él se lo agradeció, le dijo que aquel trozo de pastel no era nada en comparación con los buenos momentos que había pasado leyéndolo. Estas letras de sincero reconocimiento al Museo Marès no son tampoco nada –mucho menos que un trozo de pastel– si pienso en todas las buenas horas pasadas junto a Marès recorriendo, sin brújula, su casa.
Artur Ramon
En la imagen: Mestre de Cabestany, La aparición de Jesús a sus discípulos en el mar, segundo tercio del siglo XII.. Museo Frederic Marès © Foto: Guillem F-H.