miradorarts.com | 23.11.2020
El domingo pasado me acerqué a la plaza de Sant Jaume para ver cómo estaba la fachada del Palau de la Generalitat, tras el ataque que había recibido hacía apenas una semana.
Después supimos que se trataba de los trabajadores de una marisquería gallega de L’Hospitalet, y que el Gremio de Restauradores de Cataluña no sólo se desmarcaba, sino que condenaba enérgicamente el acto. Paradójicamente, éstos pudieron actuar libremente mientras los Mossos y la Guardia Urbana no hacían nada para detenerlos.
Afortunadamente, cuando fui, la fachada ya estaba limpia, pero quedaban manchas de la sangre salpicada como sombras espesas que no habían podido sacar los restauradores de una piedra de Montjuïc muy porosa: ya veremos si marcharán. La fachada es un ejemplo de primer orden de la arquitectura del Renacimiento en nuestro país, realizada por Pere Blai en torno a 1600, información que estos burros seguro desconocían.
A veces pienso que los políticos que sirven las instituciones nos toman por desinformados: todavía río del presupuesto de diez mil euros que dio el Gobierno para arreglar todo esto; costará mucho más y lo saben. También me hicieron gracia las declaraciones del consejero Samper excusándose que los domingos tienen menos vigilancia y avisando así a quien quiera atentar contra el Palau, que lo tiene mucho mejor los fines de semana. O lo tenía. Ahora dicen que reforzarán la seguridad de los edificios institucionales. Too late.
Se me ocurrió sacar el tema en una comida familiar, y un primo mío que tiene carrera y una cierta curiosidad cultural justificaba a los vándalos diciendo que se debe comprender la situación en que se encuentran. Lo dejé estar por no discutir. Todo ello me hace reflexionar sobre dos cuestiones que vienen de lejos, y creo que radican en el trasfondo de este desgraciado episodio: el desprecio por el pasado y la impunidad para atacar nuestro patrimonio.
O quizás es que me equivoco y la cosa no va por ahí: ¿no fue un lamentable acto vandálico –como tantos otros que se perpetran ensuciando de tachaduras, nada que ver con el Street art, las persianas de los establecimientos de la ciudad–, y estamos ante una performance de arte contemporáneo, creada por artistas galaico-catalanes con un trasfondo de ritual chamánico? No me extrañaría en absoluto que fuera así, viviendo como vivo en la metrópolis más moderna de todas las habidas y por haber que, entre otras cosas, en nombre del urbanismo táctico, ha mutilado el alma del Eixample de Cerdà convirtiéndolo en un horroroso parchís posmoderno sin que haya manifestaciones por las calles.
La capital de Cataluña, siempre rendida a la tiranía encantadora de lo más nuevo. Barcelona, sí, la ciudad que niega todo lo que tiene que viene de lejos, antiguo o viejo, no importa; donde puedes atacar, sin morir en el intento, el palacio del Gobierno del país con total impunidad y a plena luz del día.
Artur Ramon