por Artur Ramon | miradorarts.com
En la mayoría de negocios, callar es un don. Pero, para ejercerlo, necesitas estar dotado de una mezcla extraña de inteligencia y humildad, o viceversa.
Cuando un anticuario italiano vio en una subasta madrileña un cuadro antiguo y sucio que representaba un Ecce Homo y estaba atribuido a la escuela de Ribera –estimado en sólo mil quinientos euros–, le faltó tiempo para contactar con un profesor italiano que reafirmara lo que intuía.
El anticuario no sabía que este hombre en el que él confiaba era un altavoz viviente, incapacitado para mantener un secreto; y su acción fue metafóricamente como tirar un chorro de tinta en un vaso de agua. A partir de entonces, el agua se fue volviendo negra.
El propietario de la subasta descolgó el cuadro más de veinte veces para personas que querían corroborar el sueño de todo anticuario: encontrar el Caravaggio perdido. Dos avispados dealers italianos enviaron a una reconocida experta en el Merisi, que no sólo hizo fotografías por delante y por detrás del lienzo, sino que, llevada por la vanidad de quien se sabe capaz de convertir un anónimo en una masterpiece, habló demasiado y con quien no debía de hablar.
La noticia llegó al director del Museo del Prado, que cogió el teléfono y llamó al Ministerio de Cultura para que declarasen inmediatamente el cuadro inexportable, con lo cual se sacudía de un plumazo todo el mercado internacional y devaluaba el cuadro a un tercio de su valor real.
El subastador, aterrado ante tamaño tsunami, decidió no vender el cuadro; lo retiró diciendo que la propiedad quería estudiarlo con más detalle. Entre tanto, los expertos en el artista se pronunciaban sin haber visto más que una mala foto. Que si es autógrafo, que si no lo es, que si es de 1605 y era el que pintó para el cardenal Massimo Massini –y, por tanto, es el original del que hay en el Palazzo Bianco de Génova–, que si es más tardío, incluso alguno se aventuró a decir que es uno de los míticos cuadros que Caravaggio llevaba en su barca cuando llegó al necesario final recorriendo con fiebre Porto Ercole, a sólo treinta kilómetros de Roma; a punto de conseguir la bula papal que le absolvía del delito –había asesinado en 1606 a un soldado de su Santidad– y le permitía dejar de huir.
Esta historia increíble es como una serie. Hemos visto sólo el primer capítulo, al que titularemos “el descubrimiento”. La trama continua. Habrá más episodios, en los que veremos la opinión contradictoria de los expertos; cómo el cuadro ganará, una vez limpio de barnices oscuros que no lo dejan leer bien; cómo se arreglará el subastador con el propietario (puedo imaginar al pobre hombre confundido, aturdido: hace sólo unas semanas pensaba que tenía un cuadro de poco valor, y hoy, una obra maestra); cómo se utilizará la obsoleta ley de patrimonio para salvaguardar el patrimonio y proteger las instituciones para, a su vez, desproteger la propiedad privada y el libre comercio de obras de arte; quién se pondrá la medalla de ser el primero que lo vio (me temo que serán legión); dónde acabará colgado; cuál será su precio…
Sea como sea, detrás de este primer capítulo yace una maravillosa moraleja. Algo que me confesó uno de mis mejores amigos, también anticuario, cuando de niño su padre, hombre de negocios, le dijo mirándolo a los ojos: “el secreto del éxito es el éxito del secreto”.