Por Artur Ramon | miradorarts.com
Hace un par de años que viajo poco en transporte público, pero antes me había dado un hartón de usarlo. Podría hacer el trayecto entre Plaza Cataluña y Sarrià con los ojos cerrados y viceversa, con los FGC, que es el Orient Express de nuestro transporte subterráneo.
Últimamente lo he vuelto a hacer y la multitud de antes ha desaparecido, traída por los vientos de esta peste que no se acaba nunca. El intercambiador de la Plaza Cataluña es un fósil urbano, una reliquia de los años sesenta que no ha sufrido casi ninguna transformación, un punto de encuentro donde Dostoyevski hubiera podido escribir sus Apuntes del subsuelo.
Hablando de literatura, ahí mismo hay un puesto de libros usados que se venden a precios de saldo con fines humanitarios. Suelo detenerme en él y me sorprende la especialización en literatura hispanoamericana que sobresale entre volúmenes que un día fueron best-sellers. La última vez que la visité me atrajeron tres volúmenes de los Relatos de Julio Cortázar en la edición de Alianza, que se vendían por tres euros cada uno (cuesta €14 cada volumen en librería). Los compré.
De camino a casa me di cuenta, por los sellos estampados en muchas de las páginas y la ficha de lectura de la contracubierta de uno de los volúmenes, que procedían de una biblioteca pública, de un Instituto cuyo nombre ahora no consigo recordar. Estuvieron unos días en la mesa de la sala de casa, cerca del sillón Chester donde leo, los tres acompañando a un buda de cuatro caras japonés de bronce dorado que, iluso como soy, toco diariamente pensando que me da suerte . No me gustaba la idea de tener unos libros robados en una biblioteca pública y un día busqué el número de teléfono del Instituto y me puse en contacto para explicar mi caso.
Me atendió una chica (por la voz enérgica parecía joven) muy amable que me dijo que habían decidido cerrar la biblioteca por falta de lectores. Me pidió mi teléfono porque quería hablar con la coordinadora y averiguar qué había pasado con los libros, y que me diría bien algo. Diligentísima, en menos de una hora ya tenía una respuesta. Se habían vendido los libros de la biblioteca, que habían ido a parar a la organización benéfica donde yo los había comprado. Por tanto, asunto aclarado, todo legal, ningún problema, «quédese con los libros y disfrútelos» me dijo la chica, reconociendo que no sabía quién era Julio Cortázar.
Al colgar, pensé en cómo se ha degradado nuestra sociedad. Un Instituto público –posiblemente no es el único– decide cerrar la biblioteca por falta de lectores. Su coordinadora no sabe quién es Julio Cortázar. Naturalmente, las dos cosas están relacionadas. No puedes valorar, ni amar lo que no conoces. En vez de estimular la lectura comprando más libros, deciden abandonar la causa, desmantelarlo todo.
Es el triunfo del imperio audiovisual contra el de los libros, el de las humanidades sucumbiendo a la revolución tecnológica, la Playstation omnipresente y vencedora. En resolución, la apología de la ignorancia. Extirpando la cultura no construiremos una sociedad mejor, sino lo contrario, una sociedad sin sentido crítico, sin opinión, un rebaño de cretinos populistas y radicalizados incapaces de mejorar nada, deseosos de salir a la calle a quemarlo y reventarlo todo al grito de la primera consigna.
La irradiación nefasta de Trump ha cruzado el Atlántico. Cuando pensaba que íbamos hacia un mundo sin cultura, episodios como éste y las imágenes de nuestras calles al anochecer me demuestran día a día que ya hemos llegado.
Empty. Fotografía de Andy Maguire. CC BY 2.0.