La ciudad conserva mucho del paisaje real y emocional que llenan las obras del artista malagueño, pero seguir su rastro es difícil pues no hay placa, atril o rótulo oficial que lo indique.
«Allá es donde empezó todo… allá es donde comprendí hasta dónde podía llegar…». Allá es Barcelona. Y quien suscribe, la frase uno de los más grandes, si no el más grande, artista del siglo XX. Pablo Picasso. Revolucionó el arte sin dejar de mirar a los clásicos. Rompió con el academicismo después de comer y regurgitar elevando a la máxima potencia lo mejor de los maestros que le antecedieron. Suyo es el cubismo. Y suyos son el cetro de la genialidad y del mercado. Lo primero no se discute, lo segundo es un hecho. Ahí está ‘Las Mujeres de Argel’, récord de venta en subasta hasta que el atribuido a Da Vinci ‘Salvator Mundi’ le robó la cartera en el 2017.
El que fue pintor, escultor, grabador, dibujante, ceramista…, el que fue (para muchos) el mejor artista y el más completo de la última centuria se formó en Barcelona, en la Llotja. En Barcelona decidió ubicar su museo, el único que creó en vida y por expreso deseo suyo. En Barcelona conoció a los que serían sus mejores amigos. Y a Barcelona donó una parte importante de su legado: ‘El arlequín’, en 1919; la serie completa de ‘Las Meninas’, en 1968; una colección de cerámicas, en 1957; un ejemplar de cada grabado que hizo desde 1968 hasta su muerte, y el fondo familiar (más de 1.000 piezas), en 1970. Una generosidad (quizá) no recompensada.
No recompensada y poco explotada. Es cierto que hay una calle a él dedicada y que su museo cuelga del ayuntamiento. Pero poco más. Imposible seguir sus huellas por la ciudad. Y las hay. Aquí vivió desde 1895, cuando llegó con apenas 14 años, hasta que se instaló en París, en 1904. Aquí descubrió la modernidad. Aquí hizo su primera exposición. Y aquí pintó ‘Ciencia y caridad’, ‘La Vie’ y ‘La Celestina’. Piezas que no revolucionaron el arte como sí lo hizo ‘Les demoiselles d’Avignon’, pero es que el cuadro que rompió con la tradición también se gestó (aunque no pintó) en Barcelona. Conocido es (y ratificado por Picasso) que las señoritas no eran de la localidad francesa que da nombre al óleo sino de mucho más cerca, de la calle de Avinyó, donde el genio malagueño frecuentó algún que otro lupanar.
Los originales de los originales
En el Bateau-Lavoir de París, donde culminó la tela, luce un panel que lo cuenta. En la calle de Avinyó no luce nada. Como no hay atril, placa o indicador oficial en ninguna de las geografías, físicas o sentimentales, existentes o desaparecidas, de Picasso en la ciudad. «Las placas históricas que cuentan lo sucedido en los lugares son una tradición muy francesa, especialmente en París, que aquí, lamentablemente, no existe», apunta el historiador y galerista Artur Ramon. Así que la pregunta es obligada: ¿Está en deuda Barcelona con Picasso? Es más: ¿debería la ciudad dedicarle una ruta, o como mínimo homenajearlo con paneles que permitieran seguir sus pasos? «Sería un valor añadido al patrimonio. Con poco dinero y bien museizado podrían aflorar muchos relatos», afirma Eduard Vallès, doctor en Historia del Arte y experto picassiano. De la misma opinión es el también doctor Francesc Fontbona, que aboga por ampliar la señalética ya existente en Barcelona: «Si en la plaza de Lesseps están grabados los nombres de todas aquellas personas que la han hecho posible, debería ser relativamente sencillo recordar con una placa que en la calle de la Mercè, ahora plaza de la Mercè, residió Picasso durante sus años en la ciudad».
No en vano Barcelona y Picasso son un binomio indisociable. Llegó «en un momento de eclosión de talento en la ciudad irrepetible, un momento en el que convivían la vieja generación de modernistas y los jóvenes pintores», sostiene Ramon. Pero hay más motivos para seguir los pasos de Picasso: «Barcelona mantiene los originales de los originales de sus obras. Aún conserva mucho del aroma y los espacios picassianos. Su rastro es muy evidente a nivel físico, edificios y paisajes, y en cuanto a espacios de memoria, lugares que ya han desaparecido», reflexiona Vallès. De manera que recorrer la geografía picassiana de la ciudad puede ser tan larga y tan variada como alcance la imaginación.
La zona cero picassiana
Lo mismo se puede buscar a Picasso a través de los compañeros que lo homenajearon: Gargallo y los bajorrelieves que realizó en la fachada del cine (entonces teatro) Bosque, como a partir de la obra del malagueño: en 1962, Picasso decoró el friso de la sede del Col·legi Oficial d’Arquitectes de Catalunya. Se puede, pero no es fácil si no se conoce. Lo dicho, ni un atril, placa o indicador oficial que dé pistas. Sí las da Vallès, que lo mismo habla de los espacios pintados (de la Catedral a Sant Pau del Camp pasando por Santa Maria del Mar) que de los espacios desaparecidos pero retenidos por el pincel del malagueño (el Torín o el Palau de Belles Arts), sin olvidar, por supuesto, los espacios vividos.
Y entre estos últimos se encuentra la zona cero de la ruta (ausente) de la Barcelona picassiana: Els Quatre Gats, el local fundado por Pere Romeu al estilo Le Chat Noir parisino. Ahí realizó su primera exposición en solitario, en 1900, cuando aún no era nadie: -«los visitantes son pocos y no muy escogidos», explica Jaume Sabartés en sus memorias-; y el espacio le anticipó la modernidad parisina. «Era muy joven y aún se estaba formando, en Els Quatre Gats veía a los artistas que iban y volvían de París. El local también es importante porque es donde estableció un círculo de amistades que, en parte, conservó toda la vida. Y, además, le permitió relacionarse con la generación senior, la de Rusiñol y Casas«, explica Vallès, que recuerda que la muestra sirvió para que los modernistas se dieran cuenta de su potencial. «Poco después de la exposición, Casas le hizo el retrato que hay en el MNAC, que lo incorporara a su galería iconográfica indica que intuyó su talento», añade Vallès.
Del Hotel Ranzini al Hotel The Serras
La última larga estancia de Picasso en la ciudad también merece una parada. Fue en 1917, de junio a noviembre, cuando vino con los Ballets Rusos de Serge de Diaghilev persiguiendo a la que luego sería su mujer, Olga Khokhlova. Esta se hospedaba en el Hotel Ranzini y desde la ventana de la habitación de su amada pintó el paisaje que observaba, como el óleo ‘El paseo de Colón’, que custodia el Museu Picasso, que está en la calle de Montcada porque de todas las ubicaciones posibles, está era la más cercana al paisaje de su juventud.
No quedan lejos los estudios más emblemáticos que se conservan del genio, en las calles Nou de la Rambla, Plata y Comerç. En este último estuvo puerta con puerta con Nonell y ahí concibió ‘La Celestina’; en la calle Plata debutó en eso de tener taller, en 1896. Lo compartía con Manuel Pallarès y desde su azotea plasmó la Barcelona de antaño. Además, de sus paredes colgó su primera gran obra: ‘Ciencia y caridad’. Aquí sí hay placa, la que han puesto sus nuevos ocupantes, el Hotel The Serras.
La atmósfera de una época
Pero lanzarse tras los pasos de Picasso en Barcelona no es solo pisar los lugares que aún perduran, es mucho más: «La memoria picassiana en Barcelona va más allá de los espacios físicos representados o no en sus pinturas. Es recordar la atmósfera de una época, los personajes y tipos populares que retrató», sostiene Vallès. Son ejemplo de ello las piezas ‘Café concierto en el Paral·lel’, ‘Mujer muerta’ y ‘La celestina’. El tema de la primera queda claro con el título. La segunda y la última tienen historia. El retrato de una fallecida obedece a la impresión que le produjo una visita a El Corralet, el departamento anatómico del antiguo Hospital de la Santa Creu. Mientras que ‘La celestina’ es el retrato de Carlota Valdivia, la ‘madame’ del prostíbulo que había al lado del Eden Concert, ambos en la Rambla y ambos frecuentados por Picasso y sus amigos.
Lanzarse tras los pasos de Picasso en Barcelona es también recorrer espacios desaparecidos pero que fueron capitales en su formación, como la torre de veraneo del escultor Emili Fontbona en la calle de Pàdua, donde el malagueño moldeó su primera figura asesorado por su amigo; y su estudio de la Riera de Sant Joan, calle sepultada bajo la Via Laietana pero inmortalizada por el genio en ‘Nocturn barcelonés’. También espacios perdidos que formaron parte de su ecosistema vital: el Torín y el Palau de Belles Arts. No es ningún secreto que Picasso era un aficionado a los toros y en el Torín, el primer coso que tuvo Barcelona, pasó largas tardes. La plaza pasó a mejor vida en 1923, antes, en 1900, el pintor lo inmortalizó en una de sus telas menos picassianas y con más tipismo de todas las que realizó. Tampoco queda rastro del Palau de Belles Arts, el primer museo municipal y el primer sitio donde Picasso expuso una obra: ‘La primera comunión’ (en la Exposición Provincial de Bellas Artes de 1896), y uno de los últimos en salir de su pincel desde su taller de la calle de Comerç.
Volver con la imaginación
Y lanzarse tras los pasos de Picasso en Barcelona es descubrir que jamás se olvidó de la ciudad. Su última visita fue en octubre de 1934, cuando visitó el Museu Nacional d’Art, luego, que se sepa, ya no regresó pues afirmaba que no quería hacerlo mientras hubiera dictadura. Pero donde no podía llegar su físico, llegaba su imaginación: de 1968 es el aguafuerte en el que se autorretrata fotografiando la fuente de Canaletes. Barcelona y Picasso, indisociables.