LA VANGUARDIA
Cultura|s 02/06/2018
Leonardo da Vinci, en su Tratado de la pintura, escribió: “no debe pasarse por alto, en mi opinión, el hecho de que, almirar fijamente una mancha en la pared, los carbones en la chimenea, las nubes, una corriente que fluye, uno siempre recuerda alguno de sus aspectos; y si miras atentamente todas estas cosas, descubrirás algunas invenciones del todo admirables. El genio del pintor ha de aprovecharse de ello, para componer batallas de hombres y animales, paisajes o monstruos, diablos y otras cosas fantásticas”. Desde que lo leí no dejo de ver formas increíbles en todas partes. Hace poco en un viaje con amigos por el sur de Francia descubrí un templo secreto en los cañones del Hérault, cerca de Nîmes. Se trata de la cueva de Desmoiselles, a la que se accede por un funicular subterráneo como si entrases en el túnel del terror en un parque de atracciones. De hecho, la reproducción de un oso a tamaño natural sorprende al visitante, pero supresencia es más cómica que amenazante. Iba yo poco entusiasmado porqué creí que era una versión francesa de las cuevas de Artà que
he visto decenas de veces. Mi amigo Marc, alicatado a su Guía Michelin, me decía que valía la pena la visita remarcada por las célebres tres estrellas.
Nuestro guía parecía recitar Racine con su francés sonoro y en la primera sala ya recurrió a la literatura. Una aglomeración de estalactitas habían creado una forma que André Breton bautizó como el manto del Rey. Luego pasamos en procesión turística a lo que denominan el comedor, allí donde el gran espeleólogo EdouardAndré Martel comió antes de adentrarse por un canal de poco más de medio metro a la cavidad principal. Por suerte, ampliaron el acceso y uno pasa agazapado por un túnel estrecho hasta que llega a la inmensidad de una arquitectura natural impresionante. La llaman la catedral subterránea y es un bosque de estalactitas y estalagmitas que mide más de cincuenta metros de alto, ciento veinte de largo y ochenta de ancho. Nunca he pisado el espacio de una arquitectura imposible, imaginaria, una Carceri de Piranesi de alabastro hecha realidad. Puedo imaginar los primeros descubridores bajando con una cuerda a este útero natural que en su día fue poblado por osos y hombres. Cómo debieron iluminar con su antorcha las paredes de esta cavidad húmeda y ver las formas admirables a que aludía Leonardo.
Mientras bajamos las escaleras el guía nos indica algunas de estas asociaciones visuales: un dromedario, un mamut, un órgano, un pulpo y sobre todo en el centro de la catedral subterránea una Virgen con Niño formada por estalagmitas que parece una talla gótica. Pero lo que me divierte es encontrar el arte en la naturaleza. Y así voy encontrando imágenes en la base de datos de mi memoria que conecto con lo que veo: una cabeza de niño de Medardo Rosso, las barbas de Davy Jones en Piratas del Caribe, los calamares que cuelgan de los puestos en la Boqueria y las esculturas de barro de Miquel Barceló. La cueva tiene algo de escultura medieval de finales del XIV, en concreto me recuerda el relieve de Pere Joande Santa Tecla entrando en un río plagado de animales venenosos en la catedral de Tarragona. El material es parecido, el alabastro es lo más cercano a la estalactita y algunas formas zoomórficas se parecen mucho. Entrar en una gruta primitiva es como adentrarte en un estómago, un viaje por un cuerpo humano enorme. Al salir, la luz de la primavera me cegó los ojos. De camino a casa vi algunas nubes que me recordaban caras, me acordé de Leonardo y me prometí dejar de obsesionarme y ver las cosas de manera más neutra.
Artur Ramon i Navarro